lunes, abril 24, 2006

TÚ NO ERES, CREES.

NADIE PUEDE ARROGARSE LA REPRESENTATIVIDAD DEL PUEBLO, COMO NADIE PUEDE DECIR QUE ÉL ES TÚ.

ADEMÁS, EL ÚNICO QUE PUEDE DECIR yo soy, ES DIOS. TU FAMOSO MIKAELITO DE NEBADÓN, ¿O ES, A CASO, QUE YA NO CREES EN ÉL?

TODAVÍA NO ERES NADA POSITIVO, ACABAS DE CONFESARLO, TAN SÓLO UN AMASIJO DE CONTRADICCIONES QUE LO MANEJAN COMO QUIEREN. TÚ NO ERES, CREES QUEERES Y NO HAY ERROR MÁS PATÉTICO QUE ÉSE. TE LO DIGO PORQUE YO TAMBIÉN PASÉ POR ESO Y SEE SUFRE EN DEMASÍA. ASÍ QEU DEJA DE CREERTE LO QUE NO ERES Y COMEINZA A SER LO QUE ERES.
EN TODO CASO, LAS CREENCIAS SON TAN SÓLO OTRO TIPO DE MENTIRAS Y LO TRISTE ES QUE TÚ TODAVÍA TE LAS TRAGAS TODAS.

ALGUIEN QUE ES ASÍ, NO PUEDE SIQUIERA PLANTEARSE COMO 'DEFENSOR', NI MENOS 'RERESENTANTE' DEL PUEBLO. ESAS FRASES DÉJASELAS A REYEZUELOS COMO LAGOS O BACHELET.

viernes, abril 21, 2006

Yo soy el pueblo

En las circunstancias más emblemáticas he podido ver más allá de los eventos puntuales. La dinámica se ha hecho presente y no pudo negar cuanto soy, en la negatividad misma de mis actos. Por ello llego hasta mi propio accionar para comentar cuanto es el problema de mi existir.

Pasó el tiempo y con cada hecho quise que no me quisieras. Las deficiencias son tantas que me propuse verme a mí y poder resolver cuanto daño dejo en regadío, por haber nacido. Obedeciendo a tanto por lo que me afecta externamente y reaccionando por todo lo que internamente soy.

Mientras estaba en soledad logré verme en plenitud y configurarme en lo que he sido forjado físicamente. Mis deficiencias son visibles y perceptibles, ya que hay tantos que me lo indican y tú, prontamente, me lo reafirmaste. Luego de aquello, fue más evidente que mis defectos no se manifestaban, sino, viven conmigo.

Desde el más horrendo de los alientos, hasta el más trunco de los ritos sexuales son evidencia de mí. La bipolaridad y la esquizofrenia no me han abandonado, pasando por una depresión endógena, dado que me veo, siempre, en el más completo de los desamparos. Esto último, no por quienes me rodean, sino por los que se reúnen y hacen de mí un ser obtuso para la sociedad que conforman.

No pasará mucho el tiempo y se pondrá en evidencia todo lo que estoy afirmando. No por que quiera inmolarme con mis dichos, al contrario, es por que temo por mi devenir, dado que éstas circunstancias son parte de la construcción social a la cual he optado: La relatividad.

Esperar, es darle la opción al señor del tiempo y a él no le daré nada. Un día fui llamado por tantos y me lancé, como cualquier abnegado soldado ignorante del peligro inminente. Hoy, cambio todo por que la belleza siga su curso y no desaparezca nunca; sea reconocida y germine cuanto tenga y pueda hacerlo.

Un abrazo a todos los que me rodean y un beso a todos los que me acarician. Desde éste tiempo nos ponemos la túnica, obedeciendo el llamado a combatir ésta compleja historia que nos han impuesto: La vida.

miércoles, abril 19, 2006

LA PESADILLA DE DARWIN

DEPRIMIDO: No tengo otra palabra para describir mi estado anímico después de ver la retransmisión de este documental por HBO. ¿Cómo puede ser que un canal del imperio te muestre la cagá que está dejando?
Tal vez caigo en lo mismo que había amonestado a mi discípulo.
Si el imperio transmite eso es precisamente para deprimir a los pocos sensibles que quedamos aún en pie en este matadero que llamamos mundo. Es otra de sus armas de destrucción masiva.
Recuerdo a mi maestro Huidobro cuando dijo en uno de sus poemas: "Lo que no a vita, mata".
Puta que tenía razón el cuico culiao. Por eso soy poeta. Aquí les va uno mío:
Verso del poeta,
golpe del samurai:
uno y lo mismo.
El poeta, artista en general, que no aporta un grano de luz a tu vida, no lo es. Todo lo contrario, es un mentiroso, un bufón que se ríe de tu dolor y con su risa alegra al emperador de turno.

¡¡¡EXTRA, EXTRA, EXTRA!!!

¿Quieres Saber el origen de la Esclavitud?
http://www.portaldelmilenio.com.ar/editorial/todalatierra

¿Sabes qué pasa cuando los banqueros saben que se acerca o se produce esta 'falta de dinero'?Una guerra.
Por eso Irak y luego Irán y luego Venezuela y/o Bolivia.
Tenlo en cuenta a la hora de pedir un crédito de 'consumo'.
La Concertación, al liberalizar el crédito, les ayudó a ponernos la soga al cuello y apretarla suavemente.
Esta noticia compártela con toda tu gente. Es más que neceario, ¡urgente!

lunes, abril 17, 2006

Una indicación, no muy fresca

He sabido, por dos fuentes, que el sur de nuestro país será el último bastión de la vida como la que conocemos hoy. Quienes tienen el poder, están adquiriendo todos los terrenos para asentarse en el futuro.
Los judíos tienen dos obligaciones: hacer el servicio militar y visitar la tierra prometida, en la patagonia chilena.

¡¡Ho!! ¿y ahora quien podrá defendernos?

Están bloqueando las IP

Maestro:
¿Quién puede tener el poder de bloquear nuestras acciones de publicación?
¿Es tan grande el poder del lado oscuro?

Atte.
Padawan

RETOMAR EL PASO.

Como hemos estado unpoco relajados, ahora van dos capítulos, además porque están tan conectados que no sería bueno dejarlos con las dudas hasta la próxima semana. Espero sus comentarios de aquí al Viernes.

IV
CULTURA Y VIDA

Hemos visto cómo el problema de la verdad dividía a los hombres de las generaciones anteriores a la nuestra en dos tendencias antagónicas: relativismo y racionalismo. Cada una de ellas renuncia a lo que la otra retiene. El racionalismo se queda con la verdad y abandona la vida. El relativismo prefiere la movilidad de la existencia a la quieta e inmutable verdad. Nosotros no podemos alojar nuestro espíritu en ninguna de las dos opciones: cuando lo ensayamos parece que sufrimos una mutilación. Vemos con plena claridad lo que hay de plausible en una y otra, a la par que advertimos sus complementarias insuficiencias. El hecho de que en otro tiempo pudieran los hombres mejores acomodarse plácidamente, según su temperamento, en cualquiera de ellas, indica que poseían una sensibilidad distinta de la nuestra. Somos de una época en la medida en que nos sentimos capaces de aceptar su dilema y combatir desde uno de los bordes en la trinchera que éste ha tajado. Porque vivir es, en un esencial sentido que luego nos saldrá al paso, alistamiento bajo banderas y disposición al combate. Vivere milatare est, decía Séneca, haciendo un noble gesto de legionario. Lo que no se puede pedir es que tomemos partido en una lid que dentro de nosotros hallamos resuelta. Cada generación ha de ser lo que los hebreos llamaban Neftalí, que quiere decir: "Yo he combatido mis combates".
Para nosotros, la vieja discordia está resuelta desde luego; no entendemos cómo puede hablarse de una vida humana a quien se ha amputado el órgano de la verdad, ni de una verdad que para existir necesita previamente desalojar la influencia vital.
El problema de la verdad, a que someramente he aludido, es sólo un ejemplo. Lo mismo que con él, acontece con la norma moral y jurídica que pretende regir nuestra voluntad, como la verdad nuestro pensamiento. El bien y la justicia, si son los que pretenden, habrán de ser únicos. Una justicia que sólo para un tiempo o una raza sea justa, aniquila su sentido. También hay un relativismo y un racionalismo en ética y en derecho. También los hay en arte y en religión. Es decir, que el problema de la verdad se generaliza a todos aquellos órdenes que resumimos en el vocablo de "cultura".
Bajo este nuevo nombre, la cuestión pierde un poco de su aspecto técnico y se aproxima más a los nervios humanos. Tomémosla, pues, aquí y procuremos plantearla con todo rigor, con todo su agudo dramatismo. El pensamiento es una función vital, como la digestión o la circulación de la sangre. Que estas últimas consistan en procesos especiales, corpóreos, y aquella no, es una diferencia nada importante para nuestro tema. Cuando el biólogo del siglo XIX se niega a considerar como fenómenos vitales los que no tienen carácter somático, parte de un prejuicio incompatible con un riguroso positivismo. El médico que asiste al enfermo no encuentra menos inmediatamente ante sí el fenómeno del pensamiento que de la respiración. Un juicio es una porciúncula de nuestra vida; una volición, lo mismo. Son emanaciones o momentos de un pequeño orbe centrado en sí mismo: el individuo orgánico. Pienso lo que pienso, como trasformo los alimentos o bate la sangre mi corazón. En los tres casos se trata de necesidades vitales. Entender un fenómeno biológico es mostrar su necesidad para la perduración del individuo, o, lo que es lo mismo, descubrir su utilidad vital. En mí, como individuo orgánico, encuentra, pues, mi pensamiento su causa y justificación: es un instrumento para mi vida, órgano de ella, que regula y gobierna[1].
Mas por otra parte, pensar es poner ante nuestra individualidad las cosas según ellas son. El hecho de que por veces erramos, no hace sino confirmar el carácter verídico del pensamiento. Llamamos error a un pensamiento fracasado, a un pensamiento que no lo es propiamente. Su misión es reflejar el mundo de las cosas, acomodarse a ellas de uno u otro modo; en suma, pensar es pensar la verdad, como digerir es asimilar los manjares. El error no anula la verdad del pensamiento, como la indigestión no suprime el hecho del proceso mismo asimilatorio normal.
Tiene, pues, el hecho del pensamiento doble faz: por un lado nace como necesidad vital del individuo y está regido por la ley de la utilidad subjetiva; por otro lado consiste precisamente en una adecuación a las cosas y le impera le ley objetiva de la verdad.
Lo propio acontece con nuestras voliciones. El acto de la voluntad se dispara del centro mismo del sujeto. Es una emanación enérgica, un ímpetu que asciende de las profundidades orgánicas. El querer, en sentido estricto, es siempre un querer hacer algo. El amor a una cosa, el mero deseo de que algo sea, interviene, sin duda, en la preparación del acto voluntario, pero no son este mismo. Queremos propiamente cuando, además de desear que las cosas sean de una cierta manera, decidimos realizar nuestro deseo, ejecutar actos eficaces que modifiquen la realidad. En las voliciones se manifiesta preclaramente el pulso vital del individuo. Por medio de ellas satisface, corrige, amplía sus necesidades orgánicas.
Pero analícese un acto de voluntad donde aparezca claro el carácter de ésta. Por ejemplo, el caso en que, después de vacilaciones y titubeos, a través de una dramática deliberación, nos decidimos, por fin, a hacer algo y reprimimos otras posibles resoluciones. Entonces notamos que nuestra decisión ha nacido de que, entre los propósitos concurrentes, uno nos ha parecido el mejor. De suerte que todo querer es constitutivamente un querer hacer lo mejor que en cada situación puede hacerse, una aceptación de la norma objetiva del bien. Unos pensarán que esta norma objetiva de la voluntad, este bien sumo, es el servicio de Dios, otros supondrán que lo óptimo consiste en un cuidadoso egoísmo o, por el contrario, en el máximo beneficio del mayor número de semejantes. Pero, con uno u otro contenido, cuando se quiere algo, se quiere por creerlo lo mejor, y solo estamos satisfechos con nosotros mismos, sólo hemos querido plenamente y sin reservas, cuando nos parece habernos adaptado a una norma de la voluntad que existe independientemente de nosotros, más allá de nuestra individualidad.
Este doble carácter que hallamos en los fenómenos intelectuales y voluntarios se encuentra con pareja evidencia en el sentimiento estético o en la emoción religiosa. Es decir, que existe toda una serie de fenómenos vitales dotados de doble dinamicidad, de un extraño dualismo. Por una parte, son producto espontáneo del sujeto viviente y tienen su causa y su régimen dentro del individuo orgánico, por otra, llevan en sí mismos la necesidad de someterse a un régimen o ley objetivos. Y ambas instancias -nótese bien- se necesitan mutuamente. No puedo pensar con utilidad para mis fines biológicos si no pienso la verdad. Un pensamiento que normalmente nos presentase un mundo divergente del verdadero nos llevaría a constantes errores prácticos, y, en consecuencia, la vida humana habría desaparecido. En la función intelectual, pues, no logro acomodarme a mí, serme útil, si no me acomodo a lo que no soy yo, a las cosas en torno mío, al mundo transorgánico, a lo que trasciende de mí. Pero también viceversa: la verdad no existe si no la piensa el sujeto, si no nace en nuestro ser orgánico el acto mental con su faceta ineludible de convicción íntima. Para ser verdadero pensamiento, necesita coincidir con las cosas, con lo trascendente de mí; mas, al propio tiempo, para que ese pensamiento exista, tengo yo que pensarlo, tengo que adherir a su verdad, alojarlo íntimamente en mi vida, hacerlo inmanente al pequeño orbe biológico que yo soy.
Simmel, que ha visto en este problema con mayor agudeza que nadie, insiste muy justamente en ese carácter extraño de fenómeno vital humano. la vida del hombre -o conjunto de fenómenos que integran el individuo orgánico- tiene una dimensión trascendente en que, por decirlo así, sale de sí mismo y participa de algo que no es ella, que está más allá de ella. El pensamiento, la voluntad, el sentimiento estético, la emoción religiosa, constituyen esa dimensión. No se trata de que nosotros, al analizar, por ejemplo, el fenómeno intelectual, aceptemos la existencia de verdad que él pretende contener. Aunque nosotros como filósofos no la considerásemos justificada, el fenómeno del pensamiento lleva en sí, queramos o no, esa pretensión; más aún, no consiste en otra cosa que en esa pretensión. Y cuando el relativista se niega a admitir que el ser viviente pueda pensar la verdad, está él, como ser viviente, convencido de que es verdad esta su negación.
Aparte, pues, de toda teoría, reduciéndonos a los puros hechos, ateniéndonos al más riguroso positivismo -que los positivistas titulares no ejercitan nunca-, la vida humana se presenta como el fenómeno de que ciertas actividades inmanentes al organismo trascienden de él. La vida, dice Simmel, consiste precisamente en ser más que vida, en ella, lo inmanente es un trascender más allá de sí misma.
Ahora podemos dar su exacta significación al vocablo "cultura". Esas funciones vitales -por tanto, hechos subjetivos, intraorgánicos-, que cumplen leyes objetivas que en sí mismas llevan la condición de amoldarse a un régimen transvital, son la cultura. No se deje, pues, un vago contenido a este término. La cultura consiste en ciertas actividades biológicas, ni más ni menos biológicas que la digestión o locomoción. Se ha hablado mucho en el siglo XIX de la cultura como "vida espiritual" -sobre todo en Alemania. Las reflexiones que estamos haciendo nos permiten, afortunadamente, dar un sentido preciso a esa "vida espiritual", expresión mágica que los santones modernos pronuncian entre gesticulaciones de arrobo extático. Vida espiritual no es otra cosa que ese repertorio de funciones vitales cuyos productos o resultados tienen una consistencia transvital. Por ejemplo: entre los varios modos de comportarnos con el prójimo, nuestro sentimiento destaca uno donde encuentra la peculiar calidad llamada justicia. Esta capacidad de sentir, de pensar la justicia y de preferir lo justo a lo injusto, es, por lo pronto, una facultad de que el organismo está dotado para subvenir a su propia e interna conveniencia. Si subvenir a su propia e interna conveniencia. Si el sentimiento de la justicia fuera pernicioso al ser viviente, o, cuando menos, superfluo, habría significado tal carga biológica que la especie humana hubiera sucumbido. Nace, pues, la justicia como simple conveniencia vital y subjetiva; la sensibilidad jurídica, orgánicamente, no tiene por lo pronto, más ni menos valor que la secreción pancreática. Sin embargo, esa justicia, una vez que ha sido segregada por el sentimiento, adquiere un valor independiente. Va en la idea misma de lo justo, incluso la exigencia de que debe ser. Lo justo debe ser cumplido, aunque no le convenga a la vida. Justicia, verdad, rectitud moral y belleza, son cosas que valen por sí mismas, y no sólo en la medida en que son útiles a la vida. Consecuentemente, las funciones vitales en que esas cosas se producen, además de su valor de utilidad biológica, tienen un valor por sí. En cambio, el páncreas no tiene más importancia que la proveniente de su utilidad orgánica, y la secreción de tal sustancia es una función que acaba dentro de la vida misma. Aquel valer por sí mismas de la justicia y la verdad, esa suficiencia plenaria, que nos hacer preferirlas a la vida misma que las produce, es la cualidad que denominamos espiritualidad. En la ideología moderna, "espíritu" no significa algo así como "alma". Lo espiritual no es una sustancia incorpórea, no es una realidad. Es simplemente una cualidad que poseen ciertas cosas y otras no. Esta cualidad consiste en tener sentido, un valor propio. Los griegos llamarían a la espiritualidad de los modernos nus, pero no psique -alma. Pues bien, el sentimiento de lo justo, el conocimiento o pensar la verdad, la creación y goce artísticos tienen sentido en sí, valen por sí mismos, aunque se abstraigan de su utilidad para el ser viviente que ejercita tales funciones. Son, pues, vida espiritual o cultura. Las secreciones, la locomoción, la digestión, por el contrario, son vida infraespiritual, puramente biológica, sin ningún sentido ni valor fuera del organismo. A fin de entendernos, llamaremos a los fenómenos vitales, en cuanto no trascienden de lo biológico, "vida espontánea"[2].
No creo que el más escrupuloso beato de la cultura y de la "espiritualidad" eche de menos privilegio alguno en la anterior definición de estos términos. Sólo que yo he cuidado de subrayar en ellos una faceta que el "culturalista" procura hipócritamente borrar y deja en el olido. En efecto, cuando se oye hablar de "cultura", de "vida espiritual", no parece sino que se trata de otra vida distinta e incomunicante con la pobre y desdeñada vida "espontanea". Cualquiera diría que el pensamiento, el éxtasis religioso, el heroísmo moral pueden existir sin la humilde secreción pancreática, sin la circulación de la sangre y el sistema nervioso. El culturalista se embarca en el objetivo "espiritual" y corta las amarras con el sustantivo "vida" sensu stricto, olvidando que el objetivo no es más que una especificación del sustantivo y que sin éste, no hay aquél. Tal es el error fundamental del racionalismo en todas sus formas. Esta raison que pretende no ser una función vital entre las demás y no someterse a la mismas regulación orgánica que éstas, no existe; es una torpe abstracción y puramente ficticia.
No hay cultura sin vida, no hay espiritualidad sin vitalidad, en el sentido más terre a terre que se quiera dar a esta palabra. Lo espiritual no es menos vida ni más vida que lo no espiritual.


V
EL DOBLE IMPERATIVO

Lo que ocurre es que el fenómeno vital humano tiene dos caras -la biológica y la espiritual- y está sometido, por tanto, a dos poderes distintos que actúan sobre él, como dos polos de atracción antagónica. Así, la actividad intelectual gravita, de una parte, hacia el centro de la necesidad biológica; de otra, es requerida, imperada por el principio ultravital de las leyes lógicas. Parejamente, lo estético es, de un lado, deleite subjetivo; de otro, belleza. La belleza del cuadro no consiste en el hecho - indiferente para el cuadro- de que nos cause placer, sino que, al revés, nos parece un cuadro bello cuando sentimos que de él desciende suavemente sobre nosotros la exigencia de que nos complazcamos.
La nota esencial de la nueva sensibilidad es precisamente la decisión de no olvidar nunca y en ningún orden que las funciones espirituales o de cultura son también, y a la vez que eso, funciones biológicas. Por tanto, que la cultura no puede ser regida exclusivamente por sus leyes objetivas o transvitales, sino que, a la vez está sometida a las leyes de la vida. Nos gobiernan dos imperativos contrapuestos. El hombre, ser viviente, debe ser bueno -ordena uno de ellos, el imperativo cultural. Lo bueno tiene que ser humano, vivido: por tanto compatible con la vida y necesario a ella - dice el otro imperativo, el vital. Dando a ambas una expresión más genérica, llegaremos a este doble mandamiento: la vida debe ser culta, pero la cultura tiene que ser vital.
Se trata, pues, de dos instancias que mutuamente se regulan y corrigen. Cualquier desequilibrio en favor de una o de otra trae consigo, irremediablemente, una degeneración. La vida inculta es barbarie; la cultura desvitalizada es bizantinismo.
Hay un pensar esquemático, formalista, sin anuencia vital ni directa intuición: un utopismo cultural. Se cae en él siempre que se reciben sin previa revisión ciertos principios intelectuales, morales, políticos, estéticos o religiosos, y dándoles, desde luego, por buenos, se insiste en aceptar sus consecuencias. Nuestro tiempo padece gravemente de esta morbosa conducta. Las generaciones inventoras del positivismo y del racionalismo se plantearon con toda amplitud, como cosa de importancia vital para ellas, las cuestiones que esos sistemas agitan, y de esta enérgica colaboración íntima extrajeron sus principios de cultura. Del mismo modo, las ideas liberales y democráticas nacieron al vivo contacto con los problemas radicales de la sociedad. Hoy casi nadie obra así. La fauna característica del presente es el naturalista que jura por el positivismo, sin haberse tomado jamás el trabajo de replantearse el tema que aquel formula; es el demócrata que no se ha puesto nunca en cuestión la verdad del dogma democrático. De donde resulta la burlesca contradicción de que la cultura europea actual, al tiempo que pretende ser la única racional, la única fundada en razones, no es ya vivida, sentida por su racionalidad, sino que se la adopta místicamente. El personaje de Pío Baroja que cree en la democracia como se cree en la Virgen del Pilar es, junto con su precursor, el farmacéutico Homais, representante titular de la actualidad. El aparente predomino que han adquirido en el continente las fuerzas retrógradas no procede de que aporten principios superiores a los de sus contrarios, sino de que, al menos, se hallen libres de esa esencial contradicción y constitutiva hipocresía. El tradicionalista está de acuerdo consigo mismo. Cree en esas cosas místicas por motivos místicos. En todo momento puede aceptar el combate sin hallar dentro de sí vacilaciones ni reservas. En cambio, si alguien cree en el racionalismo como se cree en la Virgen del Pilar, quiere decir que ha dejado, en su fondo orgánico, de creer en el racionalismo. Por inercia mental, por hábito, por superstición -en definitiva, por tradicionalismo-, sigue adhiriendo a las viejas tesis racionales que, exentas ya de la razón creadora, se han anquilosado, hieratizado, bizantinizado. Los racionalistas de la hora presente perciben de una manera más o menos confusa que ya no tienen razón. Y no tanto porque les falte frente a sus adversarios como porque la han perdido dentro de sí mismos. Las doctrinas de libertad y democracia que defienden les parecen a ellos mismos insuficientes, y no encajan con la debida exactitud en su sensibilidad. Este dualismo interno les quita la elasticidad necesaria en la refriega medio derrotados por sí mismos.
En estas situaciones de extrema anomalía se hace presente la necesidad de completar los imperativos objetivos con los subjetivos. No basta, por ejemplo, que una idea científica o política parezca, por razones geométricas, verdadera para que debamos sustentarla. Es preciso que, además, suscite en nosotros una fe plenaria y sin reserva alguna. Cuando esto no ocurre, nuestro deber es distanciarnos de aquélla y modificarla cuanto sea necesario para que ajuste rigurosamente con nuestra orgánica existencia. Una moral geométricamente perfecta, pero que nos deja fríos, que no nos incita a la acción, es subjetivamente inmoral. El ideal ético no pude contentarse con ser él correctísimo: es preciso que acierte a excitar nuestra impetuosidad. Del mismo modo, es funesto que nos acostumbremos a reconocer como ejemplos de suma belleza obras de arte -por ejemplo, las clásicas-, que acaso son objetivamente muy valiosas, pero que no nos causan deleite.
Nuestras actividades necesitan, en consecuencia, ser regidas por una doble serie de imperativos, que podrían recibir los títulos siguientes:

I M P E R A T I V O / C U L T U R A L / V I T A L
Pensamiento / Verdad / Sinceridad
Voluntad / Bondad / Impetuosidad
Sentimiento / Belleza / Deleite

Durante la Edad, con mal acuerdo llamada "moderna", que se inicia en el Renacimiento y prosigue hasta nuestros días, ha dominado con creciente exclusivismo la tendencia unilateralmente culturista. Pero esta unilateralidad trae consigo una grave consecuencia. Si nos preocupamos tan sólo de ajustar nuestras convicciones a lo que la razón declara como verdad, corremos el riesgo de creer que creemos, de que nuestra convicción sea fingida por nuestro buen deseo. Con lo cual acontecerá que la cultura no se realiza en nosotros y queda como una superficie de ficción sobre la vida efectiva. En varia medida, pero con morbosa exacerbación durante el último siglo, éste ha sido el fenómeno característico de la historia europea moderna. Se creía que se creía en la cultura; pero, en rigor, se trataba de una gigantesca ficción colectiva de que el individuo no se daba cuenta, porque era fraguada en las bases mismas de su conciencia. Por un lado iban los principios, las frases y los gestos -a veces heroicos-: por otro, la realidad de la existencia, la vida de cada día y de cada hora[3]. El can't inglés, esa escandalosa dualidad entre lo que se cree hacer y lo que se hace en efecto, no es, como se ha sostenido, específicamente inglés, sino general a toda Europa. El oriental, habituado a no separar la cultura de la vida, por haber exigido siempre a aquélla que sea vital, ve en la conducta de Occidente una radical, omnímoda hipocresía, y no puede reprimir, al contacto con lo europeo, un sentimiento de desprecio.
No se habrá llegado a tal disposición entre las normas y su permanente cumplimiento si junto al imperativo de objetividad se nos hubiese predicado el de lealtad con nosotros mismos, que resume la serie de los imperativos vitales. Es menester que en todo momento estemos en claro sobre si, en efecto, creemos lo que presumimos creer; si, en efecto, el ideal ético que "oficialmente" aceptamos interesa e incita las energías profundas de nuestra personalidad. Con esta continua mise au point de nuestra situación íntima, habríamos ejecutado automáticamente una selección en la cultura, y hubiéranse eliminado todas aquellas formas de ella que son incompatibles con la vida, que son utópicas y conducen a la hipocresía. Por otra parte, la cultura no habría ido quedando cada más distante de la vitalidad que la engendra y, en su espectral lejanía, condenada al anquilosamiento. Así, en una de esas fases del drama histórico, en que el hombre necesita, para salvarse de circunstancias catastróficas, todos sus arrestos vitales, y muy especialmente los que nos nutridos y excitados por la fe en los valores trascendentales -esto es, en la cultura, en una hora como la que está atravesando Europa-, todo ha fallado. Y, sin embargo, coyunturas como la presente son la prueba experimental de las culturas. Ya que no la propia discreción, los hechos brutamente han impuesto a los europeos de pronto la obligación de ser leales consigo mismos, de decidir si creían de manera auténtica en lo que creían. Y han descubierto que no. A este descubrimiento han llamado "fracaso de la cultura". Claro es que no hay tal: lo que había fracasado mucho antes era la lealtad de los europeos consigo mismos: lo que había fracasado era su vitalidad.
La cultura nace del fondo viviente del sujeto y es, como he dicho con deliberada reiteración, vida sensu stricto, espontaneidad, "subjetividad". Poco a poco la ciencia, la ética, el arte, la fe religiosa, la norma jurídica se van desprendiendo del sujeto y adquiriendo consistencia propia, valor independiente, prestigio, autoridad. Llega un momento en que la vida misma que crea todo eso se inclina ante ello, se rinde ante su obra y se pone a su servicio. La cultura se objetivado, se ha contrapuesto a la subjetividad que la engendró. Ob-jeto, "obj-etum". "Gegenstand" significan eso: lo contra-puesto, lo que por sí mismo se afirma y opone al sujeto como su ley, su regla, su gobierno. En este punto celebra la cultura su sazón mejor. Pero esa contraposición a la vida, esa su distancia al sujeto tiene que mantenerse dentro de ciertos límites. La cultura sólo pervive mientras sigue recibiendo constante flujo vital de los sujetos. Cuando esa transfusión se interrumpe, y la cultura se aleja, no tarda en secarse e hieratizarse. Tiene pues, la cultura una hora de nacimiento -su hora hierática. Hay una cultura -su hora lírica- y tiene una hora de anquilosamiento -germinal y una cultura ya hecha[4]. En las épocas de reforma, como la nuestra, es preciso desconfiar de la cultura ya hecha y fomentar la cultura emergente -o, lo que es lo mismo, quedan en suspenso los imperativos culturales y cobran inminencia los vitales. Contra cultura, lealtad, espontaneidad, vitalidad.

NOTA A PIE DE PÁGINA:
[1] Queda, pues, trascendido el sentido habitual de las palabras biología, individuo orgánico, etc.; al perder su adscripción exclusiva a lo somático, la ciencia de la vida, de que todos los demás dependen, incluso la lógica, y, claro está, la física y la biología tradicional o ciencia de los cuerpos organizados.
[2] Por tanto - y esta advertencia es capital -, las actividades espirituales son también primariamente vida espontánea. El concepto puro de la ciencia nace como una emanación espontánea del sujeto, lo mismo que la lágrima.
[3] Véase Fraseología y sinceridad (1927) en El Espectador.
[4] Es interesante asistir históricamente a este proceso y ver cómo lo que luego va a ser un principio puro de derecho, empieza por ser un uso mágico o una decantación legendaria, o el apetito particular de un grupo, o una conveniencia puramente material. Y lo mismo acontece con la ciencia, la moral o el arte. Habría que hacer una genealogía de la cultura. Nota del transcriptor: ¿No será lo mismo a lo que apuntaría, décadas después, el sobrevalorado Foucault con su "arqueología"?

CARTA DE UN GRAN AMIGO VENEZOLANO.

Solidaridad agradecida.



Estimado y recordado Enrique:
Los enemigos de los cambios sociales que favorezcan a los postergados de siempre, nunca aceptarán perder sus privilegios y utilizarán cualquier incidente, tragedia o hecho monstruoso (v.gr. el asesinato de los tres estudiantes de origen árabe) para desacreditar y montar su consabida propaganda desestabilizadora. ¡Ésa es su lógica y no pueden ir contra ella!
Lo que debe hacer un gobierno serio y responsable, comprometido con los intereses de la mayoría, es descubrir, detener y procesar cuanto antes a los autores materiales e intelectuales de tales crímenes y dejar sin argumentos los ataques de los enemigos de los cambios sociales. ¡Te envío un fraterno y solidario abrazo!

¡Salud y lucha!

Carrizales Wilfredo

domingo, abril 16, 2006

LA PREGUNTAS ES...

¿CÓMO VIVIR UNA VIDA QUE NO SEA EL CAOS TOTAL, NI LA ESCLAVITUD ABYECTA?
CON UNA LEY QUE RESPETE LA VIDA MISMA DE LA CUAL EMANA.
EL PROBLEMA ES: ¿CÓMO DILUCIDARLA ENTRE MEDIO DE TODAS LAS COMPLICACIONES QUE PRESENTA LA MISMA VIDA?

ESO LO VEREMOS MÁS ADELANTE.
MEDITEN CADA DÍA EN TORNO DE ESTO.
AL FINAL HAY UNA PRUEBA.
preparemonosparalaultima.blogspot.com

domingo, abril 09, 2006

Capitulo III, por orden de mi maestro

III
RELATIVISMO Y RACIONALISMO
Late bajo todo lo dicho la suposición de que existe una íntima afinidad entre los sistemas científicos y las generaciones o épocas. ¿Quiere eso decir que la ciencia, y, especialmente, la filosofía, sea un conjunto de convicciones que sólo valen como verdad para un determinado tiempo? Si aceptamos de esta suerte el carácter transitorio de toda verdad, quedaremos enrolados en las huestes de la doctrina "relativista", que es una de las más típicas emanaciones del siglo XIX. Mientras hablamos de escapar a esta época, no haríamos sino reincidir en ella.

Esta cuestión de la verdad, en apariencia incidental y de carácter puramente técnico, va a a conducirnos en vía recta hasta la raíz misma del tema de nuestro tiempo.

Bajo el nombre "verdad" se oculta un problema sumamente dramático. La verdad, al reflejar adecuadamente lo que las cosas son, se obliga a ser una e invariable. Mas la vida humana, en su multiforme desarrollo, es decir, en la historia, ha cambiado constantemente de opinión, consagrando como "verdad" la que adoptaba en cada caso. ¿Cómo compaginar lo uno con lo otro? ¿Cómo avecindar la verdad, que es una e invariable, dentro de la vitalidad humana, que es, por esencia, mudadiza y varía de individuo a individuo, de raza a raza, de edad a edad? Si queremos atenernos a la historia viva y perseguir sus sugestivas ondulaciones, tenemos que renunciar a la idea de que la verdad se deja captar por el hombre. Cada individuo posee sus propias convicciones, más o menos duraderas, que son "para" él la verdad. En ellas enciende su hogar íntimo, que le mantiene cálido sobre el haz de la existencia. "La" verdad, pues, no existe: no hay más que verdades "relativas" a la condición de cada sujeto. Tal es la doctrina "relativista".

Pero esta renuncia a la verdad, tan gentilmente hecha por el relativismo, es más difícil de lo que parece a primera vista. Se pretende con ella conquistar una fina imparcialidad ante la muchedumbre de los fenómenos históricos; mas ¿a qué costa? En primer lugar, si no existe la verdad, no puede el relativismo tomarse a sí mismo en serio. En segundo lugar, la fe en la verdad es un hecho radical en la vida humana: si la amputamos, queda ésta convertida en lago ilusorio y absurdo. La amputación misma que ejecutamos carecerá de sentido y valor. El relativismo es, a la postre, escepticismo y el escepticismo, justificado como objeción a toda teoría, es una teoría suicida.

Inspira, sin duda, a la tendencia relativista un noble ensayo de respetar la admirable volubilidad propia a todo lo vital. Pero es un ensayo fracasado. Como decía Herbart, "todo buen principiante es un escéptico, pero todo escéptico es sólo un principiante".

Más hondamente fluye desde el Renacimiento por los senos del alma europea la tendencia antagónica: el racionalismo. Siguiendo un procedimiento inverso, el racionalismo, para salvar la verdad, renuncia a la vida. Se encuentran ambas tendencias en la situación que el dístico popular atribuye a los dos Papas, séptimo y noveno de su nombre:

Pío, per conservar la fede, perde la sede.

Pío, per conservar la sede, perde la fede.

Siendo la verdad, una absoluta e invariable, no puede ser atribuida a nuestras personas individuales, corruptibles y mudadizas. Habrá que suponer, más allá de las diferencias que entre los hombres existen, una especie de sujeto abstracto, común al europeo y al chino, al contemporáneo de Pericles y al caballero de Luis XIV. Descartes llamó a ese nuestro fondo común, exento de variaciones y peculiaridades individuales, la "razón", y Kant, "el ente racional"

Nótese bien la escisión ejecutada de nuestra persona. De un lado queda todo lo que vital y concretamente somos, nuestra realidad palpitante e histórica. De otro, ese núcleo racional, pero que, en cambio, no vive, espectro irreal que se desliza inmutable a través del tiempo ajeno a las vicisitudes que son síntomas de la vitalidad.

Pero no se comprende por qué razón no ha descubierto, desde luego, el universo de las verdades. ¿Cómo es que tarda tanto? ¿Cómo permite que la humanidad se entretenga milenariamente en sestear abrazada los más varios errores? ¿Cómo explicar la muchedumbre de opiniones y de gustos que, según las edades, las razas, los individuos, han dominado la historia? Desde el punto de vista de racionalismo, la historia, con sus incesantes peripecias, carece de sentido y es propiamente la historia de los estorbos puestos a la razón para manifestarse. El racionalismo es antihistórico. En el sistema de Descarte, padre del moderno racionalismo, la historia no tiene acomodo, o más bien, que situada en un lugar de castigo. "Todo lo que la razón concibe -dice en la Meditación cuarta-, lo concibe según es debido, y no es posible que yerre. ¿Dónde, pues, nacen mis errores? Nacen simplemente de que, siendo mi voluntad mas amplia, y más extensa que el entendimiento, no la contengo en los mismos límites, sino que la extiendo también a las cosas que no entiendo, a las cuales, siendo de suyo indiferente, se descarría con suma facilidad y escoge lo falso como verdadero y el mal por el bien: ésta es al causa de que me equivoque y peque".

De suerte que el error es un pecado de la voluntad, no un azar, y tal vez un sino de la inteligencia. Si no fuera por los pecados de la voluntad, ya el primer hombre habría descubierto todas las verdades que le son asequibles; no habría habido, por tanto, variedad de opiniones, de leyes, de costumbres: en suma, no habría habido historia. Pero como la ha habido, no tenemos más remedio que atribuirla al pecado. La historia sería sustancialmente la historia de los errores humanos. No cabe actitud más antihistórica, más antivital. Historia y vida quedan lastradas con un sentido negativo y saben a crimen.

El caso de Descartes es un ejemplo excepcional de lo que antes he dicho sobre la posible previsión del porvenir. También sus contemporáneos no vieron, por lo pronto, en su obra, sino una innovación de interés puramente científico. Descartes proponía la sustitución de unas doctrinas físicas y filosóficas por otras, y aquéllos se preocuparon tan sólo de decidir si estas nuevas doctrinas eran ciertas o erróneas. Lo propio acontece hoy con las teorías de Einstein. Pero si, abandonando un momento esa preocupación y dejando en suspenso la sentencia sobre la verdad o falsedad de los pensamientos cartesianos, se los hubiese mirado simplemente como síntoma inicial de una nueva sensibilidad, como manifestación germinativa de tiempo nuevo, se habría podido descubrir en ellos la silueta del futuro.

Pues, ¿cuál era, en última instancia, el pensamiento físico y filosófico de Descartes? Declarar dudosa y, por tanto, desdeñable toda idea o creencia que no hayan sido construidas por la "pura intelección". La pura intelección o razón no es otra cosa que nuestro entendimiento funcionando en el vacío, sin traba alguna, atenido a sí mismo y dirigido por sus propias normas internas. Por ejemplo, para la vista y la imaginación un punto es la mancha más pequeña que de hecho podemos percibir. Para la pura intelección, en cambio, sólo es punto lo que radical y absolutamente sea más pequeño, lo infinitesimalmente pequeño. La pura intelección, la "raison", sólo puede moverse entre superlativos absolutos. Cuando se pone a pensar en el punto no puede detenerse en ningún tamaño hasta llegar al extremo. Éste es el modo de pensar geométrico, el nos geometricus, de Spinoza: la "razón pura" de Kant.

El entusiasmo de Descartes por las construcciones de la razón le llevó a ejecutar una inversión completa de la perspectiva natural al hombre. El mundo inmediato y evidente que contemplan nuestros ojos, palpan nuestras manos, atienden nuestros oídos, se compone de cualidades: colores, resistencias, sones, etc. Ése es el mundo en que el hombre había vivido y vivirá siempre. Pero la razón no es capaz de manejar las cualidades. Un color no puede ser pensado, no puede ser definido. Tiene que ser visto, y si queremos hablar de él tenemos que atenernos a él. Dicho de otra manera: el color es irracional. En cambio, el número, aun el llamado por los matemáticos "irracional", coincide con la razón. Sin más que atenerse a sí misma, puede crear ésta el universo de las cantidades mediante conceptos de agudas y claras aristas.

Con heroica audacia, descartes decide que el verdadero mundo es el cuantitativo, el geométrico, el otro, el mundo cualitativo e inmediato, que nos rodea lleno de gracia y sugestión, queda descalificado y se le considera, en cierto modo, como ilusorio. Ciertamente que la ilusión está tan sólidamente fundada en nuestra naturaleza que no basta reconocerla para evitarla. El mundo de los colores y los sonidos nos sigue pareciendo tan real como antes de descubrir su tramoya.

Esta paradoja cartesiana sirve de cimiento a la física moderna. En ella hemos sido educados, y hoy nos cuesta trabajo advertir su gigantesca antinaturalidad y volver a poner los términos según antes de Descartes. Pero se comprende que una inversión tan completa de la perspectiva espontánea no fue en Descartes y en las generaciones siguientes un resultado imprevisto a que súbitamente se llega en vista de ciertas pruebas. Al contrario, se comienza por desear, más o menos confusamente, que las cosas sean de una cierta manera, y luego se buscan las pruebas para demostrar que las cosas son, en efecto, como nosotros deseábamos. Con esto no quiero, en materia alguna, decir que las pruebas sean ilusorias; es, simplemente, hacer constar que no son las pruebas quienes nos buscan y asaltan, sino nosotros los que vamos a buscarlas, movidos por varios afanes. Einstein fue un buen día sorprendido por la necesidad de reconocer que el mundo tiene cuatro dimensiones. Desde hace treinta años, muchos hombres de alma alerta veían postulando una física de cuatro dimensiones. Einstein al buscó premeditadamente, y, como no era un deseo imposible, la ha encontrado.

La física y la filosofía de Descartes fueron la primera manifestación de un estado de espíritu nuevo, que un siglo más tarde iba a extenderse por todas las formas de la vida y dominar en el salón, en el estrado, en la plazuela. Haciendo converger los rasgos de ese estado de espíritu se obtiene la sensibilidad específicamente "moderna". Suspicacia y desdén hacia todo lo espontáneo e inmediato. Entusiasmo por toda construcción racional. Al hombre cartesiano, "moderno", le será antipático el pasado, porque en él no se hicieron las cosas more geometrico. Así, las instituciones políticas tradicionales le parecen torpes e injustas. Frente a ellas cree haber descubierto un orden social definitivo, obtenido deductivamente por medio de la razón pura. Es una constitución esquemáticamente perfecta, donde se supone que los hombres son "entes racionales" y nada más. Admito este supuesto -"la razón pura" tiene que partir siempre de supuestos, como el ajedrez-, las consecuencias son ineludibles y exactas. El edificio de conceptos políticos, así elaborado, es de una "lógica" maravillosa, es decir, de un rigor intelectual insuperable. Ahora bien, el hombre cartesiano sólo tiene sensibilidad para esta virtud: la perfección intelectual pura. Para todo lo demás es sordo y ciego. Por eso, el pretérito y el presente no le merecen el menor respeto. Al contrario, desde el punto de vista racional, adquieren un aspecto criminoso. Urge, pues, aniquilar el pecado vigente y proceder a la instauración del orden social definitivo. El futuro ideal construido por el intelecto puro debe suplantar al pasado y al presente. Éste es el temperamento que lleva a la revoluciones. El racionalismo aplicado a la política es revolucionarismo, y, viceversa, no es revolucionaria una época si no es racionalista. No se puede ser revolucionario sino en la medida en que se es incapaz de sentir la historia, de percibir en el pasado y en el presente la otra especie de razón, que no es pura, sino vital.

La asamblea constituyente hace "solemne declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, a fin de que los actos del poder legislativo y los del poder ejecutivo, pudiendo ser en cada instante comparados con el fin de toda institución política, sean más respetados, a fin de que las reclamaciones de los ciudadanos, fundadas en adelante sobre principios simples e indiscutibles", etc. Diríase que leemos una tratado de geometría. Los hombres de 1790 no se contentaban con legislar para ellos: no sólo decretaban la nulidad del pasado y del presente, sino que suprimían también la historia futura decretando cómo había de ser "toda" institución política. Hoy nos parece demasiado petulante esta actitud. Además, nos parece estrecha y ruda. El mundo se ha hecho a nuestros ojos más complejo y vasto. Empezamos a sospechar que la historia, la vida, ni puede ni 'debe' ser regida por principios como los libros matemáticos.

Es inconsecuente guillotinar al príncipe y sustituirle por el principio. Bajo éste, no menos que con aquél, queda la vida supeditada a un régimen absoluto. Y esto es, precisamente, lo que no puede ser: ni el absolutismo racionalista -que salva la razón y nulifica la vida-, ni el relativismo, que salva la vida evaporando la razón.

La sensibilidad de la época que ahora comienza se caracteriza por su insumisión a ese dilema. No podemos satisfactoriamente instalarnos en ninguno de sus términos.

jueves, abril 06, 2006

Mi respuesta

Maestro:

He leído dos veces el compendio, y no he logrado vislumbrar nada. La densidad es tan tupida que no hace más que socavar toda la capacidad de intuición que, en algún momento, yo creía tener. No obstante, rescato algo de lo que usted ha escrito, en tan extenso documento:

Por una parte, he comprendido que el lenguaje en sus presentaciones, interpretaciones y construcciones son, por excelencia, una de las armas en predilección para la dominación de las masas. En éste caso, cabe señalar que quienes han logrado hacerse los procuradores de una lengua, obtienen la potestad para hacer sus inserciones y extracciones de lo que no les parece en adecuación a la dominación de la mayoría, la cual es inculta y poco instruida.

Al parecer, en nuestra sociedad han estado establecidos algunos pre-conceptos que nos han moldeado y nos dejan con una sacra verdad; haciendo imperiosa la actividad de determinar los orígenes de los dichos, los cuales para mi están todos confeccionados con una macabra intención de dominación:

“Más sabe el diablo por viejo que por diablo”

“Un clavo saca a otro clavo”

“Pastelero a tus pasteles”

“Eso es harina de otro costal”

“Más vale pájaro en mano que cien volando”

Otros

“Gato con guantes no atrapa ratones”

“El que no sabe barrer no se sabe confesar”

Míos

“Querer no es poder. Querer es desear y poder es aguantar”

“Si vas a obtener poder, no abusas de él”

Me parece que hoy nosotros tenemos la posibilidad de indicar que la historia tiene sus fallas y el aparato regulador, el cual nos contiene e indica como un radio faro lo que somos y lo que hemos estado siendo, tiene sus primeros detractores formales y reales. Dejaremos éstas pilastras para que vean cuan grande eran nuestras reflexiones internas e indicar el hecho de las bajezas e inclemencias a las que nos han sometido, nos están sometiendo y por el hecho de tenernos podemos decir a lo que nos someterán.

Por mi parte y dado mis estudios vengo a decir luego de éste primer ejercicio que estoy agradecido de poder ser un discípulo de Etznab6, ya que él vino por obra y gracia de mi Creador a decirme lo que yo debía saber y para que me prepare para lo que veiene, si es que mi gran amigo Miguel de Nebadón así lo requiere.

Espero, por cierto, que tengamos siempre una conexión hacia la red, dado que con ello podremos dar siempre un desequilibrio hacia lo que se instaura como un absoluto sin posibilidades de ser abolido.

Estamos frente a una gran obra y esta será la mayor ponencia de quienes, en éste circuito moran, ya que la información es privativa y siempre la han querido detentar los que por temor y codicia actúan cubriéndose de honor y gloria ante sus pares; levantan sendo blindajes (el clásico familiar) para que no sean vilipendiados y obtiene la venia del inicuo el cual les ha ofrecido el poder sobre los demás.

Sin más que acotar, me despido

Atte.
HSQO

PD: Le dije maestro que yo soy su más débil e ignorante discipulo.

Epílogo

La guerra es la continuación de la política por otros medios. Von Clausewitz

La política es la continuación de la guerra por otros medios. Michel Foucault

El miedo y el pánico son los grandes argumentos de la política moderna. Paul Virilio

La política es la continuación de la economía por otros medios. Antonio Kaviedez

La economía es la continuación de las artes por otros medios. Ídem.

Las artes son la continuación de tus miedos por otros medios. Ibídem.


hay tantos argumentos a favor como en contra

hay tantos testigos en contra como a favor

la cuestión no se puede decidir de otra forma

que no sea por el giro de una moneda al aire

sólo que esa moneda es tu propio corazón

y el aire es el Mundo

¿a qué lado del muro vas a caer?

Eso es Todo

El hombre es un mal que deshonra

al género humano.


P.D.: Hoy a la medianoche, se cierra el plazo para enviar consultas, reclamos y sugerencias a cerca del Seminario Intensivo Filosófico Popular. Al final sólo llegará el mejor.
Publícalo, ya que no puedo accesar el blog.


By Enrique Mena C


martes, abril 04, 2006

Maestro mío

Maestro:
Luego de haber hecho lo que me encomendó, con el texto de más abajo (publicarlo), tengo una observación, muy humilde por cierto.
Por lo menos para mí es muy extenso y agotador, ya que la prioridad es lograr leerlo en su extensión total; sin embargo, me pongo en el lugar de todos los demás y creo que no podrán, siquiera, pasará más allá de un cuarto de texto, dada la complejidad y densidad de lo escrito.

lunes, abril 03, 2006

El Tema De Nuestro Tiempo

ADVERTENCIA AL LECTOR

La primera parte de este libro contiene la redacción, un poco ampliada, de la lección universitaria con que inauguré mi curso habitual en el ejercicio de 1921-22.

Para redactarla ahora me he servido de los apuntes minuciosos y correctísimos que tomó en el aula uno de mis oyentes, mi querido amigo don Fernando Vela.

Al ofrecer hoy aquella lección a un público más diverso que el concurrente a la Universidad, he creído forzoso desarrollar un poco más algunos pensamientos que podían ser menos asequibles para lectores extraños al estudio filosófico. A esto se reduce la ampliación hecha sobre el texto primitivo.

Siguen varios apéndices que insisten sobre cuestiones más concretas, todas ellas conexas con la doctrina expuesta en la lección. De ellos me interesa, sobre todo, el que presenta brevemente una interpretación filosófica del sentido general latente en la teoría física de Einstein. Creo que, por vez primera, se subraya aquí cierto carácter ideológico que lleva en sí esta teoría y contradice las interpretaciones que hasta ahora solían darse de ella.

NOTA A LA CUARTA EDICIÓN

Esta edición va revisada. La revisión ha consistido en sustituir tres o cuatro palabras, en añadir pocas más, en colgar de algunas páginas ciertas notas al pie; pero, sobre todo, en subrayar, mediante cursivas, algunas líneas del texto primitivo.

I

LA IDEA DE LAS GENERACIONES

Lo que más importa a un sistema científico es que sea verdadero. Pero la exposición de un sistema científico impone a éste una nueva necesidad: además de ser verdadero es preciso que sea comprendido. No me refiero ahora a las dificultades que el pensamiento abstracto, sobre todo si innova, opone a la mente, sino la comprensión de su tendencia profunda, de su intención ideológica, pudiera decirse, de su fisionomía.

Nuestro pensamiento pretende ser verdadero, esto es, reflejar con docilidad lo que las cosas son. Pero sería utópico y, por lo tanto, falso suponer que para lograr su pretensión el pensamiento se rige exclusivamente por las cosas, atendiendo sólo a su contextura. Si el filósofo se encontrase solo ante los objetos, la filosofía sería siempre una filosofía primitiva. Mas, junto a las cosas, halla el investigador los pensamientos de los demás, todo el pasado de meditaciones, senderos innumerables de exploraciones previas, huellas de rutas ensayadas al través de la eterna selva problemática, que conserva su virginidad no obstante su reiterada violación.

Todo ensayo filosófico atiende, pues, dos instancias: lo que las cosas son y lo que se ha pensado sobre ellas. Esta colaboración de las meditaciones precedentes le sirve, cuando menos, para evitar todo error ya cometido y da a la sucesión de los sistemas un carácter progresivo.

Ahora bien, el pensamiento de una época puede adoptar ante lo que ha sido pensado en otras épocas dos actitudes contrapuestas -especialmente con respecto al pasado inmediato, que es siempre el más eficiente y lleva en sí infartado, encapsulado, todo el pretérito. Hay, en efecto, épocas en las cuales el pensamiento se considera a sí mismo como desarrollo de ideas germinadas anteriormente, y épocas que sienten el inmediato pasado como algo que es urgente reformar desde su raíz. Aquéllas son épocas de filosofía pacífica; éstas son épocas de filosofía beligerante, que aspira a destruir el pasado mediante su radical superación. Nuestra época es de este último tipo, si se entiende por "nuestra época", no la que acaba ahora, sino la que ahora empieza.

Cuando el pensamiento se ve forzado a adoptar una actitud beligerante contra el pasado inmediato, la colectividad intelectual queda escindida en dos grupos. De un lado, la gran masa mayoritaria de los que insisten en la ideología establecida; de otros, una escasa minoría de corazones de vanguardia, de almas alertas que vislumbran a lo lejos zonas de piel aun intacta. Esta minoría vive condenada a nos ser bien entendida; los gestos que en ella provoca la visión de los nuevos paisajes no pueden ser rectamente interpretados por la masa de retaguardia que avanza a su zaga y aun no ha llegado a la altitud desde la cual la "terra incognita" se otea. De aquí que la minoría de avanzada viva en una situación de peligro ante el nuevo territorio que ha de conquistar el vulgo retardamiento que hostilizada su espalda. Mientras edifica lo nuevo, tiene que defenderse de lo viejo, manejando a un tiempo, como los reconstructores de Jerusalén, la azada y el asta.

Esta discrepancia es más honda y esencial de lo que suele creerse. Trataré de aclarar en qué sentido.

Por medio de la historia, intentamos la comprensión de las variaciones que sobrevienen en el espíritu humano. Para ello necesitamos primero advertir que esas variaciones no son de un mismo rango. Ciertos fenómenos históricos dependen de otros más profundos, que, por su parte, son independientes de aquéllos. La idea de que todo influye en todo, de que todo depende de todo, es una vaga ponderación mística que debe repugnar a quien desee resueltamente ver claro. No; el cuerpo de la realidad histórica posee una anatomía perfectamente jerarquizada, un orden de subordinación, de dependencia entre las diversas clases de hechos. Así, las transformaciones de orden industrial o político son poco profundas: dependen de las ideas, de las preferencias morales y estéticas que tengan los contemporáneos. Pero, a su vez, ideología, gusto y moralidad no son más que consecuencias o especificaciones de la sensación radical ante la vida, de cómo se sienta la existencia en su integridad indiferenciada. Esta que llamaremos "sensibilidad vital" es el fenómeno primario en historia y lo primero que habríamos de definir para comprender una época.

Sin embargo, cuando la variación de la sensibilidad se produce sólo en algún individuo, no tiene trascendencia histórica. Han solido disputar sobre el área de la filosofía de la historia dos tendencias que, a mi juicio, y sin que yo pretenda ahora desarrollar la cuestión, son parejamente erróneas. Ha habido una interpretación colectivista y otra individualista de la realidad histórica. Para aquélla el proceso sustantivo de la historia es obra de las muchedumbres difusas; para ésta, los agentes históricos son exclusivamente los individuos. El carácter activo, creador de la personalidad, es, en efecto, demasiado evidente para que pueda aceptarse la imagen colectivista de la historia. Las masas humanas son receptivas: se limitan a oponer su favor o su resistencia a los hombres de vida personal e iniciadora. Mas, por otra parte, el individuo señero es una abstracción. Vida histórica es convivencia. La vida de la individualidad egregia consiste, precisamente, en una actuación omnímoda sobre la masa. No cabe, pues, separar, los "héroes" de las masas. Se trata de una dualidad esencial al proceso histórico. La humanidad, en todos los estadios de su evolución, ha sido siempre una estructura funcional en que los hombres más enérgicos -cualquiera sea la forma de esta energía- han operado sobre las masas dándoles una determinada configuración. Esto implica cierta comunidad básica entre los individuos superiores y la muchedumbre vulgar. Un individuo absolutamente heterogéneo a la masa no produciría sobre ésta efecto alguno: su obra resbalaría sobre el cuerpo social de la época sin suscitar en él la menor reacción, por tanto, sin insertarse en el proceso general histórico. En varia medida, ha acontecido esto no pocas veces, y la historia debe anotar, al margen de su texto principal, la biografía de esos hombres "extravagantes". Como todas las demás disciplinas biológicas, tiene la historia un departamento destinado a los monstruos, una teratología.

Las variaciones de la sensibilidad vital que son decisivas en la historia se presentan bajo la forma de generación. Una generación no es un puñado de hombres egregios, ni simplemente una masa: es como un nuevo cuerpo social íntegro, con su minoría selecta y su muchedumbre, que ha sido lanzado sobre el ámbito de la existencia con una trayectoria vital determinada. La generación, compromiso dinámico entre masa e individuo, es el concepto más importante de la historia, y, por decirlo así, el gozne sobre el que ésta ejecuta sus movimientos.

Una generación es una variedad humana, en el sentido riguroso que dan a este término los naturalistas. Los miembros de ella vienen al mundo dotados de ciertos caracteres típicos, que les presta la generación anterior. Dentro de ese marco de identidad pueden ser los individuos del más diverso temple, hasta el punto de que, habiendo de vivir los unos con los otros, a fuer de contemporáneos, se sienten a veces como antagonistas. Pero bajo la más violenta contraposición de los pros y los anti descubre fácilmente una común filigrana. Unos y otros son hombres de su tiempo, y, por mucho que se diferencien, se parecen más todavía. El reaccionario y el revolucionario del siglo XIX son mucho más afines entre sí que cualquier de ellos con cualquiera de nosotros. Y es que, blancos o negros, pertenecen a una misma especie, y en nosotros, negro o blancos, se inicia otra distinta.

Más importante que los antagonismos del pro y el anti, dentro del ámbito de una generación, es la distancia permanente entre los individuos selectos y los vulgares. Frente a las doctrinas al uso que silencian o niegan esta evidente diferencia de rango histórico entre unos y otros hombres, se sentiría uno justamente incitado a exagerarla. Sin embargo, esas mismas diferencias de talla suponen que se atribuye a los individuos un mismo punto de partida, una línea común sobre la cual se elevan unos más, otros menos, y viene a representar el papel del nivel del mar en topografía. Y, en efecto, cada generación representa una cierta altitud vital, desde la cual se siente la existencia de una manera determinada. Si tomamos en su conjunto la elevación de un pueblo, cada una de sus generaciones se nos presenta como un momento de su vitalidad, como una pulsación de su potencia histórica. Y cada pulsación tiene una fisonomía peculiar, única; es un latido imperturbable en la serie del pulso, como lo es cada nota en el desarrollo de una melodía. Parejamente podemos imaginar a cada generación bajo la especie de un proyectil biológico[1] lanzado al espacio en un instante preciso, con una violencia y una dirección determinadas. De una y otra participan tanto sus elementos más valiosos como los más vulgares.

Mas, con todo esto, claro es, no hacemos sino construir figuras o pintar ilustraciones que nos sirven para destacar el hecho verdaderamente positivo donde la idea de generación confirma su realidad. Es ello simplemente que las generaciones nacen unas de otras, de suerte que la nueva se encuentra ya con las formas que a la existencia ha dado la anterior. Para cada generación, vivir es, pues, una faena de dos dimensiones, una de las cuales consiste en recibir lo vivido -ideas, valoraciones, instituciones, etc.- por la antecedente; la otra, dejar fluir su propia espontaneidad. Su actitud no puede ser la misma ante lo propio que ante lo recibido. Lo hecho por otros, ejecutado, perfecto en el sentido de concluso, se adelanta hacia nosotros con una unción particular: aparece como consagrado y, puesto que no lo hemos labrado nosotros, tendemos a creer que no ha sido obra de nadie, sino que es a realidad misma. Hay un momento en que las ideas de nuestros maestros no nos parecen opiniones de unos hombres determinados, sino la verdad misma, anónimamente descendida sobre la tierra. En cambio, nuestra sensibilidad espontánea, lo que vamos pensando y sintiendo de nuestro propio peculio, no se nos presenta nunca concluido, completo y rígido como una cosa definitiva, sino que es una fluencia íntima de materia menos resistente. Esta desventaja queda compensada por la mayor jugosidad y adaptación a nuestro carácter que tiene siempre lo espontáneo.

El espíritu de cada generación depende de la ecuación que esos dos ingredientes formen, de la actitud que ante cada uno de ellos adopte la mayoría de sus individuos. ¿Se entregará a lo recibido, desoyendo las íntimas voces de lo espontáneo? ¿Será fiel a ésta e indócil a la autoridad del pasado? Ha habido generaciones que sintieron una suficiente homogeneidad entre lo recibido y lo propio. Entonces se vive en épocas cumulativas. Otras veces han sentido una profunda heterogeneidad entre ambos elementos y sobrevinieron épocas eliminatorias y polémicas, generaciones de combate. En las primeras, los nuevos jóvenes, solidarizados con los viejos, se supeditan a ellos: en la política, en la ciencia, en las artes siguen dirigiendo los ancianos. Son tiempos de viejos. En las segundas, como no se trata de conservar y acumular, sino de arrumbar y sustituir, los viejos quedan barridos por los mozos. Son tiempos de jóvenes, edades de iniciación y beligerancia constructiva.

Este ritmo de épocas de senectud y épocas de juventud es un fenómeno tan patente a lo largo de la historia, que sorprende no hallarlo advertido por todo el mundo. La razón de esta inadvertencia está en que no ha intentado aún formalmente la instauración de una nueva disciplina científica, que podría llamarse metahistoria, la cual sería a las historias concretas lo que es la fisiología a la clínica. Una de las más curiosas investigaciones metahistóricas consistiría en el descubrimiento de los grandes ritmos históricos. Porque hay otros no menos evidentes y fundamentales que el antedicho; por ejemplo, el ritmo sexual. Se insinúa, en efecto, una pendulación en la historia de épocas sometidas al influjo predominante del varón a épocas subyugadas por la influencia femenina. Muchas instituciones, usos, ideas, mitos, hasta ahora inexplicados, se aclaran de manera sorprendente cuando se cae en la cuenta de que ciertas épocas han sido regidas, modeladas, por la supremacía de la mujer. Pero no es ahora ocasión adecuada para internarse en esta cuestión.

II

LA PREVISIÓN DEL FUTURO

Si cada generación consiste en una peculiar sensibilidad, en un repertorio orgánico de íntimas propensiones, quiere decirse que cada generación tiene su vocación propia, su histórica misión. Se cierne sobre ella el severo imperativo de desarrollar esos gérmenes interiores, de informar la existencia en torno según el módulo de su espontaneidad. Pero acontece que las generaciones, como los individuos, faltan a veces a su vocación y dejan su misión incumplida. Hay, en efecto, generaciones infieles a sí mismas, que defraudan la intención histórica depositada en ellas. en lugar de acometer resueltamente la tarea que les ha sido prefijada, sordas a las urgentes apelaciones de su vocación, prefieren sestear alojadas en ideas, instituciones, placeres creados por las anteriores y que carecen de afinidad con su temperamento. Claro es que esta deserción del pueblo histórico no se comente impunemente. La generación delincuente se arrastra por la existencia en perpetuo desacuerdo consigo misma, vitalmente fracasada.

Yo creo que en toda Europa, pero muy especialmente en España, es la actual una de estas generaciones desertoras. Pocas veces han vivido los hombres menos en claro consigo mismos, y acaso nunca ha soportado la humanidad tan dócilmente formas que no le son afines, supervivencias de otras generaciones que no responden a su latido íntimo. De aquí el comienzo de apatía, tan característico de nuestro tiempo, por ejemplo, en política y en arte. Nuestras instituciones, como nuestros espectáculos, son residuos anquilosados de otra edad. Ni hemos sabido romper resueltamente con esas desvirtuadas concreciones del pasado, ni tenemos posibilidad de adecuarnos a ellas.

Por ser tales circunstancias, un sistema de pensamiento como el que desde hace años expongo en esta cátedra no puede ser fácilmente comprendido en su intención ideológica, e su fisonomía interior. Se aspira en él, tal vez sin lograrlo, a cumplir con toda pulcritud el imperativo histórico de nuestra generación. Pero nuestra generación parece obstinada radicalmente en desoír las sugestiones de nuestro común destino. He llegado por fuerza al convencimiento de que aun los mejores de ella, salvas muy contadas excepciones, no sospechan siquiera que en nuestro tiempo la sensibilidad occidental hace un viraje, cuando menos, de un cuadrante. He aquí por qué considero necesario anticipar en esta primera lección algo de lo que, a mi juicio, constituye el tema esencial de nuestro tiempo.

¿Cómo es posible que se le desconozca tan por completo? Cuando al conversar sobre política con algún coetáneo "avanzado", "radical", "progresista" -para ponernos en el mejor caso-, surge la inevitable discrepancia, piensa nuestro interlocutor que esta discrepancia sobre materias de gobierno y Estado es propiamente una divergencia política. Mas padece un error: nuestro desacuerdo político es cosa muy secundaria, y carecería por completo de importancia si no sirviese de manifestación superficial a un disenso mucho más profundo. No nos separamos tanto en política como en los principios mismos del pensar y del sentir. Antes que las doctrinas del derecho constitucional, nos distancian una diferente biología, física, filosofía de la historia, ética y lógica. La posición política de tales contemporáneos es consecuencia de ciertas ideas que juntos recibimos de los que fueron nuestros maestros. Son ideas que tuvieron plena vigencia hacia 1890. ¿Por qué se han contentado con insistir en los pensamientos recibidos, a pesar de notar reiteradamente que no coinciden con su espontaneidad? Prefieren servir sin fe bajo unas banderas desteñidas, a cumplir el penoso esfuerzo de revisar los principios recibidos, poniéndolos a punto con su íntimo sentir. Lo mismo da que sean liberales o reaccionarios: en ambos casos son rezagados. El destino de nuestra generación no es ser liberal o reaccionaria, sino precisamente desinteresarse de este anticuado dilema.

No es admisible que las personas obligadas por sus relevantes condiciones intelectuales a asumir la responsabilidad de nuestro tiempo vivan como el vulgo, a la deriva, atenidas a las superficiales vicisitudes de cada momento, sin buscar una vigorosa y amplia orientación en los rumbos de la historia. Porque ésta no es un puro azar indócil a toda previsión. No cabe, ciertamente, predecir los hechos singulares que mañana va a acontecer; pero tampoco sería de verdadero interés pareja predicción. Es, en cambio, perfectamente posible prever el sentido típico del próximo futuro, anticipar el perfil general de la época que sobreviene. Dicho de otra manera: acaecen en una época mil azares imprevisibles; pero ella misma no es un azar, posee una contextura fija e inequívoca. Pasa lo propio con los destinos individuales: nadie sabe lo que le va a acontecer mañana, pero sí sabe cuál es su carácter, sus apetitos, sus energías, y, por tanto, cuál será el estilo de sus reacciones ante aquellos accidentes. Toda vida tiene una órbita normal preestablecida, en cuya línea pone el azar, sin desvirtuarla esencialmente, sus sinuosidades e indentaciones.

Cabe en historia la profecía. Más aún: la historia es sólo una labor científica en la medida en que sea posible la profecía. Cuando Schlegel dijo que el historiador en un profeta del revés, expresó una idea tan profunda como exacta.

La interpretación de la vida que tenía el hombre antiguo, en rigor, anula la historia. Para él la existencia consistía en un irle pasando a uno cosas. Los acontecimientos históricos eran contingencias extrínsecas que caían sucesivamente sobre tal individuo o tal pueblo. La producción de una obra genial, las crisis financieras, los cambios políticos, las guerras eran fenómenos de un mismo tipo, que podemos simbolizar en la teja que aplasta a un transeúnte. De esta suerte, el proceso histórico es una serie de peripecias sin ley, sin sentido. No es posible, por tanto, ciencia histórica, ya que ciencia sólo es posible donde existe alguna ley que pueda descubrirse, algo que tenga sentido y que, por tenerlo, pueda ser entendido. [y, por lo tanto, predicho, habría que agregar. De hecho ése es el paradigma científico: la capacidad predictiva a un 99,9%, como la física o la genética. Nota del transcriptor]

Pero la vida no es un proceso extrínseco donde simplemente se adicionan contingencias. La vida es una serie de hechos regida por una ley. Cuando sembramos la simiente de una árbol prevemos todo el curso normal de su existencia. No podemos prever si el rayo vendrá o no a segarle con su alfanje de fuego colgado al flanco de la nube; pero sabemos que la simiente de cerezo no llevará follaje de chopo. Del mismo modo, el pueblo romano es un cierto repertorio de tendencias vitales que se van desenvolviendo en el tiempo, paso a paso. En cada estadio de este desarrollo preformado el subsecuente. La vida humana es un proceso interno en que los hechos esenciales no caen desde fuera sobre el sujeto -individuo o pueblo-, sino que salen de éste, como de la semilla fruto y flor. Es, en efecto, un azar que en el siglo I antes de Jesucristo viviese un hombre con el genio singular de César. Pero lo que César hizo brillantemente con si genio singular, lo hubieran hecho sin tanta brillantez ni plenitud otros diez o doce hombres cuyos nombres conocemos. Un romano del siglo II antes de Jesucristo no podía prever el destino unipersonal que fue la vida de César, pero sí podía profetizar que el siglo I antes de Jesucristo sería una época "cesarista". Con uno u otro nombre, el "cesarismo" era una forma genérica de vida pública que venía preparándose desde tiempo de los Gracos. Catón profetizó bien claramente los destinos de aquel futuro inmediato[2].

Por ser la existencia humana propiamente vida, esto es, proceso interno en que se cumple una ley de desarrollo, es posible la ciencia histórica. A la postre, la ciencia no es otra cosa que el esfuerzo que hacemos para comprender algo. Y hemos comprendido históricamente una situación cuando la vemos surgir necesariamente de otra anterior. ¿Con qué género de necesidad física, matemática, lógica? Nada de esto: con una necesidad coordinada a ésas, pero específica: la necesidad psicológica. Cuando nos cuentan que Pedro, hombre íntegro, ha matado a su vecino y luego averiguamos que el vecino había deshonrado a la hija de Pedro, hemos comprendido suficientemente aquel acto homicida. La comprensión ha consistido en que vemos salir lo uno de lo otro, la venganza de las deshonra, en inequívoca trayectoria y con evidencia pareja a la que garantiza las verdades matemáticas. Pero con la misma evidencia, al saber la deshonra de la hija, pudimos predecir antes del crimen que Pedro mataría a su vecino. En este caso se con toda claridad cómo al profetizar el futuro se hace uso de la misma operación intelectual que para comprender el pasado. En ambas direcciones, hacia atrás o hacia adelante, no hacemos sino reconocer una misma curva psicológica evidente como al hallar un trozo de arco completamos sin vacilación su forma entera. Creo, pues, que no parecerá aventurada la expresión antecedente, según la cual la ciencia histórica sólo es posible en la medida en que es posible la profecía. Cuando el sentido histórico se perfecciona, aumenta también la capacidad de previsión[3].

Pero, dejando a un lado todas las cuestiones secundarias que la pulcra exposición de este pensamiento plantearía, reduzcámonos a la posibilidad de prever el inmediato futuro. ¿Cómo proceder en tal empresa?

Es evidente que el próximo futuro nace de nosotros y consiste en la prolongación de lo que en nosotros es esencial y no contingente, normal y no aleatorio. En rigor, bastaría, pues, con que descendiésemos al propio corazón, y, eliminando cuanto sea afán individual, privada predilección, prejuicio o deseo, prolongásemos las líneas de nuestros apetitos y tendencias esenciales hasta verlas converger en un tipo de vida. Pero yo comprendo que esta operación, en apariencia tan sencilla, no lo es para quien no está habituado a los rigores y precisiones del análisis psicológico. Nada menos habitual, en efecto, que esa torsión de la mente hacia dentro de sí misma. El hombre se ha formado en la lucha con lo exterior, y sólo le es fácil discernir las cosas que están fuera. Al mirar dentro de sí se le nubla la vista y padece vértigo.

Pero yo creo que hay otro procedimiento objetivo para descubrir en el presente los síntomas del porvenir.

He dicho antes que el cuerpo de las épocas posee una anatomía jerarquizada, que en él hay ciertas actividades primarias y otras secundarias, derivadas de aquéllas. Según esto, los caracteres que dentro de veinte años hayan llegado a manifestarse en las actividades secundarias de la vida, que son las más patentes y notorias, habrán comenzado ya hoy a insinuarse en las actividades primarias. La política, por ejemplo, es una de las funciones más secundarias de la vida histórica, en el sentido de que es mera consecuencia de todo lo demás[4]. Cuando un estado de espíritu llega a informar los movimientos políticos, ha pasado ya por todas las demás funciones del organismo histórico. La política es gravitación de unas masas sobre otras. Ahora bien, para que una modificación de los senos históricos llegue a la masa, tiene que haber influido en la minoría selecta. Pero los miembros de ésta con de dos clases: hombres de acción y hombres de contemplación. No es dudoso que las nuevas tendencias, todavía germinantes y débiles, serán percibidas primero por los temperamentos contemplativos que por los activos. La urgencia del momento impide al hombre de acción sentir las vagas brisas iniciales que, por el pronto, no pueden henchir su práctico velamen.

En el puro pensamiento es, por consiguiente, donde imprime su primera huella sutilísima el tiempo emergente. Son los leves rizos que deja en la quieta piel del estanque el soplo primerizo. El pensamiento es lo más fluido que hay en el hombre, por eso se deja empujar fácilmente por las más ligeras variaciones de la sensibilidad vital.

En suma: la ciencia que hoy se produce es el vaso mágico donde tenemos que mirar para obtener una vislumbre del futuro. Las modificaciones, acaso de apariencia técnica, que experimentan hoy la biología o la física, la sociología o la prehistoria, sobre todo la filosofía, son los gestos primigenios del tiempo nuevo. La materia delicadísima de la ciencia es sensible a las menores trepidaciones de la vitalidad, y puede servir para registrar ahora con tenues signos lo que andando los años se verá proyectado gigantescamente sobre el escenario del porvenir con un instrumento de precisión semejante a los aparatos sísmicos, que revelan con un leve temblor lo que a enormes distancias es una catástrofe telúrica.

Nuestra generación, si no quiere quedar a espaldas de su propio destino, tiene que orientarse en los caracteres generales de la ciencia que hoy se hace, en vez de fijarse en la política del presente, que es toda ella anacrónica y mera resonancia de una sensibilidad fenecida. De lo que hoy se empieza a pensar depende lo que mañana se vivirá en las plazuelas.

Fichte intentó para su tiempo una labor parecida en el famoso curso, luego publicado en tomo, sobre los Caracteres de la época actual. Reduciendo el empeño, yo intentaré ahora someramente describir lo que considero tema capital de la nuestra.

[1] Los términos "biología, biológico", se usan en este libro - cuando no se hace especial salvedad- para designar la ciencia de la vida, entendiendo por ésta una realidad con respecto a la cual las diferencias entre alma y cuerpo son secundarias.

[2] Si alguien quiere ocuparse en reunir datos para una historia de las profecías históricas, se encontrará en seguida, sin necesidad de vasta investigaciones, con que la profecía ha sido lo normal, con que casi toda nueva etapa fue pronosticada por la anterior con pasmosa precisión. En obra próxima a publicarse reuniré algunas pruebas de esta afirmación, pero insisto en que el hecho a que me refiero es tan palmario que me sorprende no hallarlo desde siempre reconocido y subrayado.

[3] Como se advierte, esta doctrina de una posible anticipación del porvenir no tiene apenas contacto con el "profetismo histórico" que recientemente ha proclamado Oswald Spengler. Éste funda su profetismo en una contemplación de las vidas históricas desde fuera de éstas, que consiste en una comparación intuitiva de sus formas o morfología. Lo que yo sostengo es lo contrario: el pronóstico histórico sólo es posible desde dentro de una vida y no por comparación de ésta con otras. El método comparativo propiamente tal en la morfología queda, en mi punto de vista, reducido a un papel auxiliar y, además, consistente en otro género de comparación.

[4] En este punto, aunque sus motivos me parecen inaceptables, tiene razón el materialismo histórico.

 
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