lunes, abril 03, 2006

El Tema De Nuestro Tiempo

ADVERTENCIA AL LECTOR

La primera parte de este libro contiene la redacción, un poco ampliada, de la lección universitaria con que inauguré mi curso habitual en el ejercicio de 1921-22.

Para redactarla ahora me he servido de los apuntes minuciosos y correctísimos que tomó en el aula uno de mis oyentes, mi querido amigo don Fernando Vela.

Al ofrecer hoy aquella lección a un público más diverso que el concurrente a la Universidad, he creído forzoso desarrollar un poco más algunos pensamientos que podían ser menos asequibles para lectores extraños al estudio filosófico. A esto se reduce la ampliación hecha sobre el texto primitivo.

Siguen varios apéndices que insisten sobre cuestiones más concretas, todas ellas conexas con la doctrina expuesta en la lección. De ellos me interesa, sobre todo, el que presenta brevemente una interpretación filosófica del sentido general latente en la teoría física de Einstein. Creo que, por vez primera, se subraya aquí cierto carácter ideológico que lleva en sí esta teoría y contradice las interpretaciones que hasta ahora solían darse de ella.

NOTA A LA CUARTA EDICIÓN

Esta edición va revisada. La revisión ha consistido en sustituir tres o cuatro palabras, en añadir pocas más, en colgar de algunas páginas ciertas notas al pie; pero, sobre todo, en subrayar, mediante cursivas, algunas líneas del texto primitivo.

I

LA IDEA DE LAS GENERACIONES

Lo que más importa a un sistema científico es que sea verdadero. Pero la exposición de un sistema científico impone a éste una nueva necesidad: además de ser verdadero es preciso que sea comprendido. No me refiero ahora a las dificultades que el pensamiento abstracto, sobre todo si innova, opone a la mente, sino la comprensión de su tendencia profunda, de su intención ideológica, pudiera decirse, de su fisionomía.

Nuestro pensamiento pretende ser verdadero, esto es, reflejar con docilidad lo que las cosas son. Pero sería utópico y, por lo tanto, falso suponer que para lograr su pretensión el pensamiento se rige exclusivamente por las cosas, atendiendo sólo a su contextura. Si el filósofo se encontrase solo ante los objetos, la filosofía sería siempre una filosofía primitiva. Mas, junto a las cosas, halla el investigador los pensamientos de los demás, todo el pasado de meditaciones, senderos innumerables de exploraciones previas, huellas de rutas ensayadas al través de la eterna selva problemática, que conserva su virginidad no obstante su reiterada violación.

Todo ensayo filosófico atiende, pues, dos instancias: lo que las cosas son y lo que se ha pensado sobre ellas. Esta colaboración de las meditaciones precedentes le sirve, cuando menos, para evitar todo error ya cometido y da a la sucesión de los sistemas un carácter progresivo.

Ahora bien, el pensamiento de una época puede adoptar ante lo que ha sido pensado en otras épocas dos actitudes contrapuestas -especialmente con respecto al pasado inmediato, que es siempre el más eficiente y lleva en sí infartado, encapsulado, todo el pretérito. Hay, en efecto, épocas en las cuales el pensamiento se considera a sí mismo como desarrollo de ideas germinadas anteriormente, y épocas que sienten el inmediato pasado como algo que es urgente reformar desde su raíz. Aquéllas son épocas de filosofía pacífica; éstas son épocas de filosofía beligerante, que aspira a destruir el pasado mediante su radical superación. Nuestra época es de este último tipo, si se entiende por "nuestra época", no la que acaba ahora, sino la que ahora empieza.

Cuando el pensamiento se ve forzado a adoptar una actitud beligerante contra el pasado inmediato, la colectividad intelectual queda escindida en dos grupos. De un lado, la gran masa mayoritaria de los que insisten en la ideología establecida; de otros, una escasa minoría de corazones de vanguardia, de almas alertas que vislumbran a lo lejos zonas de piel aun intacta. Esta minoría vive condenada a nos ser bien entendida; los gestos que en ella provoca la visión de los nuevos paisajes no pueden ser rectamente interpretados por la masa de retaguardia que avanza a su zaga y aun no ha llegado a la altitud desde la cual la "terra incognita" se otea. De aquí que la minoría de avanzada viva en una situación de peligro ante el nuevo territorio que ha de conquistar el vulgo retardamiento que hostilizada su espalda. Mientras edifica lo nuevo, tiene que defenderse de lo viejo, manejando a un tiempo, como los reconstructores de Jerusalén, la azada y el asta.

Esta discrepancia es más honda y esencial de lo que suele creerse. Trataré de aclarar en qué sentido.

Por medio de la historia, intentamos la comprensión de las variaciones que sobrevienen en el espíritu humano. Para ello necesitamos primero advertir que esas variaciones no son de un mismo rango. Ciertos fenómenos históricos dependen de otros más profundos, que, por su parte, son independientes de aquéllos. La idea de que todo influye en todo, de que todo depende de todo, es una vaga ponderación mística que debe repugnar a quien desee resueltamente ver claro. No; el cuerpo de la realidad histórica posee una anatomía perfectamente jerarquizada, un orden de subordinación, de dependencia entre las diversas clases de hechos. Así, las transformaciones de orden industrial o político son poco profundas: dependen de las ideas, de las preferencias morales y estéticas que tengan los contemporáneos. Pero, a su vez, ideología, gusto y moralidad no son más que consecuencias o especificaciones de la sensación radical ante la vida, de cómo se sienta la existencia en su integridad indiferenciada. Esta que llamaremos "sensibilidad vital" es el fenómeno primario en historia y lo primero que habríamos de definir para comprender una época.

Sin embargo, cuando la variación de la sensibilidad se produce sólo en algún individuo, no tiene trascendencia histórica. Han solido disputar sobre el área de la filosofía de la historia dos tendencias que, a mi juicio, y sin que yo pretenda ahora desarrollar la cuestión, son parejamente erróneas. Ha habido una interpretación colectivista y otra individualista de la realidad histórica. Para aquélla el proceso sustantivo de la historia es obra de las muchedumbres difusas; para ésta, los agentes históricos son exclusivamente los individuos. El carácter activo, creador de la personalidad, es, en efecto, demasiado evidente para que pueda aceptarse la imagen colectivista de la historia. Las masas humanas son receptivas: se limitan a oponer su favor o su resistencia a los hombres de vida personal e iniciadora. Mas, por otra parte, el individuo señero es una abstracción. Vida histórica es convivencia. La vida de la individualidad egregia consiste, precisamente, en una actuación omnímoda sobre la masa. No cabe, pues, separar, los "héroes" de las masas. Se trata de una dualidad esencial al proceso histórico. La humanidad, en todos los estadios de su evolución, ha sido siempre una estructura funcional en que los hombres más enérgicos -cualquiera sea la forma de esta energía- han operado sobre las masas dándoles una determinada configuración. Esto implica cierta comunidad básica entre los individuos superiores y la muchedumbre vulgar. Un individuo absolutamente heterogéneo a la masa no produciría sobre ésta efecto alguno: su obra resbalaría sobre el cuerpo social de la época sin suscitar en él la menor reacción, por tanto, sin insertarse en el proceso general histórico. En varia medida, ha acontecido esto no pocas veces, y la historia debe anotar, al margen de su texto principal, la biografía de esos hombres "extravagantes". Como todas las demás disciplinas biológicas, tiene la historia un departamento destinado a los monstruos, una teratología.

Las variaciones de la sensibilidad vital que son decisivas en la historia se presentan bajo la forma de generación. Una generación no es un puñado de hombres egregios, ni simplemente una masa: es como un nuevo cuerpo social íntegro, con su minoría selecta y su muchedumbre, que ha sido lanzado sobre el ámbito de la existencia con una trayectoria vital determinada. La generación, compromiso dinámico entre masa e individuo, es el concepto más importante de la historia, y, por decirlo así, el gozne sobre el que ésta ejecuta sus movimientos.

Una generación es una variedad humana, en el sentido riguroso que dan a este término los naturalistas. Los miembros de ella vienen al mundo dotados de ciertos caracteres típicos, que les presta la generación anterior. Dentro de ese marco de identidad pueden ser los individuos del más diverso temple, hasta el punto de que, habiendo de vivir los unos con los otros, a fuer de contemporáneos, se sienten a veces como antagonistas. Pero bajo la más violenta contraposición de los pros y los anti descubre fácilmente una común filigrana. Unos y otros son hombres de su tiempo, y, por mucho que se diferencien, se parecen más todavía. El reaccionario y el revolucionario del siglo XIX son mucho más afines entre sí que cualquier de ellos con cualquiera de nosotros. Y es que, blancos o negros, pertenecen a una misma especie, y en nosotros, negro o blancos, se inicia otra distinta.

Más importante que los antagonismos del pro y el anti, dentro del ámbito de una generación, es la distancia permanente entre los individuos selectos y los vulgares. Frente a las doctrinas al uso que silencian o niegan esta evidente diferencia de rango histórico entre unos y otros hombres, se sentiría uno justamente incitado a exagerarla. Sin embargo, esas mismas diferencias de talla suponen que se atribuye a los individuos un mismo punto de partida, una línea común sobre la cual se elevan unos más, otros menos, y viene a representar el papel del nivel del mar en topografía. Y, en efecto, cada generación representa una cierta altitud vital, desde la cual se siente la existencia de una manera determinada. Si tomamos en su conjunto la elevación de un pueblo, cada una de sus generaciones se nos presenta como un momento de su vitalidad, como una pulsación de su potencia histórica. Y cada pulsación tiene una fisonomía peculiar, única; es un latido imperturbable en la serie del pulso, como lo es cada nota en el desarrollo de una melodía. Parejamente podemos imaginar a cada generación bajo la especie de un proyectil biológico[1] lanzado al espacio en un instante preciso, con una violencia y una dirección determinadas. De una y otra participan tanto sus elementos más valiosos como los más vulgares.

Mas, con todo esto, claro es, no hacemos sino construir figuras o pintar ilustraciones que nos sirven para destacar el hecho verdaderamente positivo donde la idea de generación confirma su realidad. Es ello simplemente que las generaciones nacen unas de otras, de suerte que la nueva se encuentra ya con las formas que a la existencia ha dado la anterior. Para cada generación, vivir es, pues, una faena de dos dimensiones, una de las cuales consiste en recibir lo vivido -ideas, valoraciones, instituciones, etc.- por la antecedente; la otra, dejar fluir su propia espontaneidad. Su actitud no puede ser la misma ante lo propio que ante lo recibido. Lo hecho por otros, ejecutado, perfecto en el sentido de concluso, se adelanta hacia nosotros con una unción particular: aparece como consagrado y, puesto que no lo hemos labrado nosotros, tendemos a creer que no ha sido obra de nadie, sino que es a realidad misma. Hay un momento en que las ideas de nuestros maestros no nos parecen opiniones de unos hombres determinados, sino la verdad misma, anónimamente descendida sobre la tierra. En cambio, nuestra sensibilidad espontánea, lo que vamos pensando y sintiendo de nuestro propio peculio, no se nos presenta nunca concluido, completo y rígido como una cosa definitiva, sino que es una fluencia íntima de materia menos resistente. Esta desventaja queda compensada por la mayor jugosidad y adaptación a nuestro carácter que tiene siempre lo espontáneo.

El espíritu de cada generación depende de la ecuación que esos dos ingredientes formen, de la actitud que ante cada uno de ellos adopte la mayoría de sus individuos. ¿Se entregará a lo recibido, desoyendo las íntimas voces de lo espontáneo? ¿Será fiel a ésta e indócil a la autoridad del pasado? Ha habido generaciones que sintieron una suficiente homogeneidad entre lo recibido y lo propio. Entonces se vive en épocas cumulativas. Otras veces han sentido una profunda heterogeneidad entre ambos elementos y sobrevinieron épocas eliminatorias y polémicas, generaciones de combate. En las primeras, los nuevos jóvenes, solidarizados con los viejos, se supeditan a ellos: en la política, en la ciencia, en las artes siguen dirigiendo los ancianos. Son tiempos de viejos. En las segundas, como no se trata de conservar y acumular, sino de arrumbar y sustituir, los viejos quedan barridos por los mozos. Son tiempos de jóvenes, edades de iniciación y beligerancia constructiva.

Este ritmo de épocas de senectud y épocas de juventud es un fenómeno tan patente a lo largo de la historia, que sorprende no hallarlo advertido por todo el mundo. La razón de esta inadvertencia está en que no ha intentado aún formalmente la instauración de una nueva disciplina científica, que podría llamarse metahistoria, la cual sería a las historias concretas lo que es la fisiología a la clínica. Una de las más curiosas investigaciones metahistóricas consistiría en el descubrimiento de los grandes ritmos históricos. Porque hay otros no menos evidentes y fundamentales que el antedicho; por ejemplo, el ritmo sexual. Se insinúa, en efecto, una pendulación en la historia de épocas sometidas al influjo predominante del varón a épocas subyugadas por la influencia femenina. Muchas instituciones, usos, ideas, mitos, hasta ahora inexplicados, se aclaran de manera sorprendente cuando se cae en la cuenta de que ciertas épocas han sido regidas, modeladas, por la supremacía de la mujer. Pero no es ahora ocasión adecuada para internarse en esta cuestión.

II

LA PREVISIÓN DEL FUTURO

Si cada generación consiste en una peculiar sensibilidad, en un repertorio orgánico de íntimas propensiones, quiere decirse que cada generación tiene su vocación propia, su histórica misión. Se cierne sobre ella el severo imperativo de desarrollar esos gérmenes interiores, de informar la existencia en torno según el módulo de su espontaneidad. Pero acontece que las generaciones, como los individuos, faltan a veces a su vocación y dejan su misión incumplida. Hay, en efecto, generaciones infieles a sí mismas, que defraudan la intención histórica depositada en ellas. en lugar de acometer resueltamente la tarea que les ha sido prefijada, sordas a las urgentes apelaciones de su vocación, prefieren sestear alojadas en ideas, instituciones, placeres creados por las anteriores y que carecen de afinidad con su temperamento. Claro es que esta deserción del pueblo histórico no se comente impunemente. La generación delincuente se arrastra por la existencia en perpetuo desacuerdo consigo misma, vitalmente fracasada.

Yo creo que en toda Europa, pero muy especialmente en España, es la actual una de estas generaciones desertoras. Pocas veces han vivido los hombres menos en claro consigo mismos, y acaso nunca ha soportado la humanidad tan dócilmente formas que no le son afines, supervivencias de otras generaciones que no responden a su latido íntimo. De aquí el comienzo de apatía, tan característico de nuestro tiempo, por ejemplo, en política y en arte. Nuestras instituciones, como nuestros espectáculos, son residuos anquilosados de otra edad. Ni hemos sabido romper resueltamente con esas desvirtuadas concreciones del pasado, ni tenemos posibilidad de adecuarnos a ellas.

Por ser tales circunstancias, un sistema de pensamiento como el que desde hace años expongo en esta cátedra no puede ser fácilmente comprendido en su intención ideológica, e su fisonomía interior. Se aspira en él, tal vez sin lograrlo, a cumplir con toda pulcritud el imperativo histórico de nuestra generación. Pero nuestra generación parece obstinada radicalmente en desoír las sugestiones de nuestro común destino. He llegado por fuerza al convencimiento de que aun los mejores de ella, salvas muy contadas excepciones, no sospechan siquiera que en nuestro tiempo la sensibilidad occidental hace un viraje, cuando menos, de un cuadrante. He aquí por qué considero necesario anticipar en esta primera lección algo de lo que, a mi juicio, constituye el tema esencial de nuestro tiempo.

¿Cómo es posible que se le desconozca tan por completo? Cuando al conversar sobre política con algún coetáneo "avanzado", "radical", "progresista" -para ponernos en el mejor caso-, surge la inevitable discrepancia, piensa nuestro interlocutor que esta discrepancia sobre materias de gobierno y Estado es propiamente una divergencia política. Mas padece un error: nuestro desacuerdo político es cosa muy secundaria, y carecería por completo de importancia si no sirviese de manifestación superficial a un disenso mucho más profundo. No nos separamos tanto en política como en los principios mismos del pensar y del sentir. Antes que las doctrinas del derecho constitucional, nos distancian una diferente biología, física, filosofía de la historia, ética y lógica. La posición política de tales contemporáneos es consecuencia de ciertas ideas que juntos recibimos de los que fueron nuestros maestros. Son ideas que tuvieron plena vigencia hacia 1890. ¿Por qué se han contentado con insistir en los pensamientos recibidos, a pesar de notar reiteradamente que no coinciden con su espontaneidad? Prefieren servir sin fe bajo unas banderas desteñidas, a cumplir el penoso esfuerzo de revisar los principios recibidos, poniéndolos a punto con su íntimo sentir. Lo mismo da que sean liberales o reaccionarios: en ambos casos son rezagados. El destino de nuestra generación no es ser liberal o reaccionaria, sino precisamente desinteresarse de este anticuado dilema.

No es admisible que las personas obligadas por sus relevantes condiciones intelectuales a asumir la responsabilidad de nuestro tiempo vivan como el vulgo, a la deriva, atenidas a las superficiales vicisitudes de cada momento, sin buscar una vigorosa y amplia orientación en los rumbos de la historia. Porque ésta no es un puro azar indócil a toda previsión. No cabe, ciertamente, predecir los hechos singulares que mañana va a acontecer; pero tampoco sería de verdadero interés pareja predicción. Es, en cambio, perfectamente posible prever el sentido típico del próximo futuro, anticipar el perfil general de la época que sobreviene. Dicho de otra manera: acaecen en una época mil azares imprevisibles; pero ella misma no es un azar, posee una contextura fija e inequívoca. Pasa lo propio con los destinos individuales: nadie sabe lo que le va a acontecer mañana, pero sí sabe cuál es su carácter, sus apetitos, sus energías, y, por tanto, cuál será el estilo de sus reacciones ante aquellos accidentes. Toda vida tiene una órbita normal preestablecida, en cuya línea pone el azar, sin desvirtuarla esencialmente, sus sinuosidades e indentaciones.

Cabe en historia la profecía. Más aún: la historia es sólo una labor científica en la medida en que sea posible la profecía. Cuando Schlegel dijo que el historiador en un profeta del revés, expresó una idea tan profunda como exacta.

La interpretación de la vida que tenía el hombre antiguo, en rigor, anula la historia. Para él la existencia consistía en un irle pasando a uno cosas. Los acontecimientos históricos eran contingencias extrínsecas que caían sucesivamente sobre tal individuo o tal pueblo. La producción de una obra genial, las crisis financieras, los cambios políticos, las guerras eran fenómenos de un mismo tipo, que podemos simbolizar en la teja que aplasta a un transeúnte. De esta suerte, el proceso histórico es una serie de peripecias sin ley, sin sentido. No es posible, por tanto, ciencia histórica, ya que ciencia sólo es posible donde existe alguna ley que pueda descubrirse, algo que tenga sentido y que, por tenerlo, pueda ser entendido. [y, por lo tanto, predicho, habría que agregar. De hecho ése es el paradigma científico: la capacidad predictiva a un 99,9%, como la física o la genética. Nota del transcriptor]

Pero la vida no es un proceso extrínseco donde simplemente se adicionan contingencias. La vida es una serie de hechos regida por una ley. Cuando sembramos la simiente de una árbol prevemos todo el curso normal de su existencia. No podemos prever si el rayo vendrá o no a segarle con su alfanje de fuego colgado al flanco de la nube; pero sabemos que la simiente de cerezo no llevará follaje de chopo. Del mismo modo, el pueblo romano es un cierto repertorio de tendencias vitales que se van desenvolviendo en el tiempo, paso a paso. En cada estadio de este desarrollo preformado el subsecuente. La vida humana es un proceso interno en que los hechos esenciales no caen desde fuera sobre el sujeto -individuo o pueblo-, sino que salen de éste, como de la semilla fruto y flor. Es, en efecto, un azar que en el siglo I antes de Jesucristo viviese un hombre con el genio singular de César. Pero lo que César hizo brillantemente con si genio singular, lo hubieran hecho sin tanta brillantez ni plenitud otros diez o doce hombres cuyos nombres conocemos. Un romano del siglo II antes de Jesucristo no podía prever el destino unipersonal que fue la vida de César, pero sí podía profetizar que el siglo I antes de Jesucristo sería una época "cesarista". Con uno u otro nombre, el "cesarismo" era una forma genérica de vida pública que venía preparándose desde tiempo de los Gracos. Catón profetizó bien claramente los destinos de aquel futuro inmediato[2].

Por ser la existencia humana propiamente vida, esto es, proceso interno en que se cumple una ley de desarrollo, es posible la ciencia histórica. A la postre, la ciencia no es otra cosa que el esfuerzo que hacemos para comprender algo. Y hemos comprendido históricamente una situación cuando la vemos surgir necesariamente de otra anterior. ¿Con qué género de necesidad física, matemática, lógica? Nada de esto: con una necesidad coordinada a ésas, pero específica: la necesidad psicológica. Cuando nos cuentan que Pedro, hombre íntegro, ha matado a su vecino y luego averiguamos que el vecino había deshonrado a la hija de Pedro, hemos comprendido suficientemente aquel acto homicida. La comprensión ha consistido en que vemos salir lo uno de lo otro, la venganza de las deshonra, en inequívoca trayectoria y con evidencia pareja a la que garantiza las verdades matemáticas. Pero con la misma evidencia, al saber la deshonra de la hija, pudimos predecir antes del crimen que Pedro mataría a su vecino. En este caso se con toda claridad cómo al profetizar el futuro se hace uso de la misma operación intelectual que para comprender el pasado. En ambas direcciones, hacia atrás o hacia adelante, no hacemos sino reconocer una misma curva psicológica evidente como al hallar un trozo de arco completamos sin vacilación su forma entera. Creo, pues, que no parecerá aventurada la expresión antecedente, según la cual la ciencia histórica sólo es posible en la medida en que es posible la profecía. Cuando el sentido histórico se perfecciona, aumenta también la capacidad de previsión[3].

Pero, dejando a un lado todas las cuestiones secundarias que la pulcra exposición de este pensamiento plantearía, reduzcámonos a la posibilidad de prever el inmediato futuro. ¿Cómo proceder en tal empresa?

Es evidente que el próximo futuro nace de nosotros y consiste en la prolongación de lo que en nosotros es esencial y no contingente, normal y no aleatorio. En rigor, bastaría, pues, con que descendiésemos al propio corazón, y, eliminando cuanto sea afán individual, privada predilección, prejuicio o deseo, prolongásemos las líneas de nuestros apetitos y tendencias esenciales hasta verlas converger en un tipo de vida. Pero yo comprendo que esta operación, en apariencia tan sencilla, no lo es para quien no está habituado a los rigores y precisiones del análisis psicológico. Nada menos habitual, en efecto, que esa torsión de la mente hacia dentro de sí misma. El hombre se ha formado en la lucha con lo exterior, y sólo le es fácil discernir las cosas que están fuera. Al mirar dentro de sí se le nubla la vista y padece vértigo.

Pero yo creo que hay otro procedimiento objetivo para descubrir en el presente los síntomas del porvenir.

He dicho antes que el cuerpo de las épocas posee una anatomía jerarquizada, que en él hay ciertas actividades primarias y otras secundarias, derivadas de aquéllas. Según esto, los caracteres que dentro de veinte años hayan llegado a manifestarse en las actividades secundarias de la vida, que son las más patentes y notorias, habrán comenzado ya hoy a insinuarse en las actividades primarias. La política, por ejemplo, es una de las funciones más secundarias de la vida histórica, en el sentido de que es mera consecuencia de todo lo demás[4]. Cuando un estado de espíritu llega a informar los movimientos políticos, ha pasado ya por todas las demás funciones del organismo histórico. La política es gravitación de unas masas sobre otras. Ahora bien, para que una modificación de los senos históricos llegue a la masa, tiene que haber influido en la minoría selecta. Pero los miembros de ésta con de dos clases: hombres de acción y hombres de contemplación. No es dudoso que las nuevas tendencias, todavía germinantes y débiles, serán percibidas primero por los temperamentos contemplativos que por los activos. La urgencia del momento impide al hombre de acción sentir las vagas brisas iniciales que, por el pronto, no pueden henchir su práctico velamen.

En el puro pensamiento es, por consiguiente, donde imprime su primera huella sutilísima el tiempo emergente. Son los leves rizos que deja en la quieta piel del estanque el soplo primerizo. El pensamiento es lo más fluido que hay en el hombre, por eso se deja empujar fácilmente por las más ligeras variaciones de la sensibilidad vital.

En suma: la ciencia que hoy se produce es el vaso mágico donde tenemos que mirar para obtener una vislumbre del futuro. Las modificaciones, acaso de apariencia técnica, que experimentan hoy la biología o la física, la sociología o la prehistoria, sobre todo la filosofía, son los gestos primigenios del tiempo nuevo. La materia delicadísima de la ciencia es sensible a las menores trepidaciones de la vitalidad, y puede servir para registrar ahora con tenues signos lo que andando los años se verá proyectado gigantescamente sobre el escenario del porvenir con un instrumento de precisión semejante a los aparatos sísmicos, que revelan con un leve temblor lo que a enormes distancias es una catástrofe telúrica.

Nuestra generación, si no quiere quedar a espaldas de su propio destino, tiene que orientarse en los caracteres generales de la ciencia que hoy se hace, en vez de fijarse en la política del presente, que es toda ella anacrónica y mera resonancia de una sensibilidad fenecida. De lo que hoy se empieza a pensar depende lo que mañana se vivirá en las plazuelas.

Fichte intentó para su tiempo una labor parecida en el famoso curso, luego publicado en tomo, sobre los Caracteres de la época actual. Reduciendo el empeño, yo intentaré ahora someramente describir lo que considero tema capital de la nuestra.

[1] Los términos "biología, biológico", se usan en este libro - cuando no se hace especial salvedad- para designar la ciencia de la vida, entendiendo por ésta una realidad con respecto a la cual las diferencias entre alma y cuerpo son secundarias.

[2] Si alguien quiere ocuparse en reunir datos para una historia de las profecías históricas, se encontrará en seguida, sin necesidad de vasta investigaciones, con que la profecía ha sido lo normal, con que casi toda nueva etapa fue pronosticada por la anterior con pasmosa precisión. En obra próxima a publicarse reuniré algunas pruebas de esta afirmación, pero insisto en que el hecho a que me refiero es tan palmario que me sorprende no hallarlo desde siempre reconocido y subrayado.

[3] Como se advierte, esta doctrina de una posible anticipación del porvenir no tiene apenas contacto con el "profetismo histórico" que recientemente ha proclamado Oswald Spengler. Éste funda su profetismo en una contemplación de las vidas históricas desde fuera de éstas, que consiste en una comparación intuitiva de sus formas o morfología. Lo que yo sostengo es lo contrario: el pronóstico histórico sólo es posible desde dentro de una vida y no por comparación de ésta con otras. El método comparativo propiamente tal en la morfología queda, en mi punto de vista, reducido a un papel auxiliar y, además, consistente en otro género de comparación.

[4] En este punto, aunque sus motivos me parecen inaceptables, tiene razón el materialismo histórico.

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